La cura del hipo

―Uh, me agarró otra vez.
Natalia lo dijo lo suficientemente bajo para que sólo la oyera Hernán, aunque de todas formas nadie le hubiera prestado atención: en la mesa, los familiares discutían y reían a los gritos.
Hernán frunció el ceño:
―¿Otra vez? Aguantá la respiración.
Ella ya lo había estado intentando: hacía casi un mes que sistemáticamente le agarraba hipo, y cada vez se volvía más molesto. El médico no sabía las causas, mucho menos la solución.
Natalia se puso a charlar con Nancy, pero las frases se le cortaban con cada hipo.
―Como dice la abuela ―le dijo Nancy mientras le servía―, tenés que tomar siete tragos de agua. Eso sí: sin respirar.
Ella tomó sin respirar los siete tragos de agua, y…
¡Hic!
Un rato después, el hipo de Natalia y sus posibles curas eran los temas centrales de la mesa. Probó mordiendo una rodaja de limón, tragándose una cucharada de azúcar, haciendo la vertical, respirando en una bolsa de papel. En un momento Nati se distrajo, y Hernán quiso asustarla apretándole el antebrazo, pero apenas consiguió provocar una carcajada general y causarle una punzada que se le extendió hasta el codo; más tarde ella lamentaría esos moretones que resaltaban violetas no muy lejos de aquellos otros, ya amarillentos.
¡Hic!


―Qué mol… esto ―dijo, mientras volvían en el coche―. Me estoy desesperando.
―En cualquier momento se termina ―le dijo Hernán, cortante―. Ya vas a ver.
Y algo en el tono premonitorio de esas palabras la inquietó. En cualquier momento se termina.
¿Estaría pensando en abandonarla? Eso la asustaría de verdad: para ella, Hernán era todo. ¿Su hipo era tan insoportable como para que él tomara una decisión tan extrema?


Cuando se fueron a acostar, ella trató de minimizar los respingos del hipo: no quería que Hernán se despertara. No quería que él la culpase de nuevo, esta vez por no poder descansar como se merecía.


¡Hic!


¡Hic!


¡Hic! ―hizo por enésima vez Natalia, y sintió un movimiento brusco a su lado, y Hernán prendió el velador.
―No te dejo dorm… ir, mi amor ―dijo ella―. Perdonam...
Pero Hernán se le subió encima y le rodeó el cuello con las dos manos… y apretó.
Ella intentó sonreír: creyó que él la estaba asustando otra vez, si es que no se trataba de un juego erótico. Pero la presión en el cuello se acrecentaba, el dolor se acrecentaba. No podía respirar.
Se agarró de los brazos de él, hizo fuerza, pateó. Le brotaron lágrimas. Intentó empujarlo, pero él apretaba más y más. Pensó en Nancy y en sus otras amigas, cuando la interrogaban preocupadas por cómo Hernán la trataba en público.
Ya sin aire, con la cara cada vez más hinchada y caliente, lo vio en sus ojos: esta vez sí iba a asesinarla. La expresión desencajada. Los dientes apretados, saliva cayéndole. Un gruñido brotándole de la garganta.
La iba a matar en serio.
A Natalia se le estaba nublando la vista…
…y él la soltó y salió de encima de ella.
Natalia tomó grandes bocanadas de aire, y cuando pudo recuperarse un poco se sentó con la espalda contra la cabecera. Rodeó sus piernas con los protectores brazos.
Y miró a su marido.
Acostado en su lado de la cama, él le sonreía ―esa sonrisa hermosa que la había cautivado cuando se conocieron―. Ya no tenía aquella mirada de loco.
Hernán apagó la luz y se dio vuelta dándole la espalda. Minutos después, dormía profundamente.
Ella se quedó ahí. Ahí sentada, acariciándose el cuello dolorido. Recuperando el aliento.
Y pensando. Pensando mucho.
No importa lo que crean todas esas envidiosas, se dijo. Su marido era el mejor del mundo y tenía la solución para todo, inclusive para el hipo: vivir en un estado de terror permanente.
Besó a Hernán y se durmió abrazada a él.