Sílice (VI)

VI

Cuando Ricardo volvió del trabajo, se encontró a su mujer caminando de un lado a otro. En las manos le temblaban el teléfono inalámbrico y el celular. Entonces lo miró a él directamente, con los ojos llorosos, y Ricardo comprendió que las cosas no andaban muy bien que digamos.
―¿Qué pasa, Gaby?
―Fiona. No contesta.
―El examen era ayer, ¿no?
―Eso es justamente lo que me preocupa. Ella nunca hace estas cosas. Ya tendría que haber llamado.
―Bueno, tranquilizate. Seguro que hay una buena explicación.


Ricardo llamó a la facultad, y después de tenerlo como bola sin manija le informaron que su hija, señor Morandi, no se presentó al segundo final.
Inmediatamente compraron dos pasajes de avión a Córdoba, para el mismo día.


Golpearon, tocaron timbre y miraron por las ventanas. Ricardo decidió forzar la cerradura.
No vieron nada raro. Salvo que en la pileta de la cocina se apilaban platos sin lavar, cosa que nunca sucedía con Fiona. Fiona, que ahora no aparecía por ninguna parte.
Llamaron a la Policía. Mientras los esperaban, Ricardo contuvo a Gabriela, pero él tampoco estaba muy entero.
Los oficiales formularon las preguntas de rigor, y con una lentitud exasperante prepararon la búsqueda.
Por una cosa parecida que había visto en la tele, a Gabriela se le ocurrió ir a hablar con los compañeros de facultad de Fiona y organizar una marcha. Los chicos enseguida convocaron a los medios. Los noticieros locales y nacionales hablaron del caso. Toda la ciudad participó.
Y nada. Tres, cinco días sin noticias de Fiona Morandi.


Un empleado judicial vaciaba el departamento de un ambiente que había ocupado la joven Capristo. Entre sus pertenencias había documentos que la sindicaban como propietaria de un chalet ubicado a dos cuadras. Con un cerrajero de la Policía, el empleado fue a ver en qué condiciones se encontraba la vivienda.
Lo sorprendió descubrir una mochila cerca de la entrada. Pero más lo sorprendió encontrarse con un celular roto, al lado de la chimenea. Recorrió las habitaciones: todas estaban abiertas.
Todas, menos el baño.
Entró con sigilo. Un olor rancio le obligó a arrugar la nariz. Cuando vio a la mujer acurrucada en un rincón de la bañera, el empleado casi sale corriendo.
¿Estaba muerta?
La cabeza le caía lánguida sobre el pecho, una cortina de grasiento pelo le tapaba la cara. Se acercó a ella, le agarró la pera con cuidado y le alzó la cabeza. Sintió que se ponía pálido. Demacrada, desnutrida y con una expresión de horror indescriptible, la chica que todos buscaban seguía apenas con vida.


Los médicos del hospital dijeron que, si hubiera pasado un día más así, no la contaba. Fiona quedó internada en terapia intensiva. Y, aunque no había despertado, las expectativas eran buenas.
—Todavía no hablemos con Cata —le comentó Ricardo a Gabriela cuando lograron calmarse un poco—. No la preocupemos. A la distancia, estas cosas son más difíciles de asimilar.
Ahora, más tranquilo, suponía que todo aquello propiciaba la reconciliación de su mujer con su hija mayor.
―¿Por qué no la llamás vos a Cata y le contás todo, Gaby?
―¿Yo? ¿A Catalina?
―Después de todo sos su madre, ¿no?
Gabriela salió de la habitación. Buscó en la agenda de su celular el número que les había pasado Catalina por correo electrónico. En el mismo correo aclaraba ―con subrayado, mayúsculas y negrita― que la llamasen sólo por alguna emergencia.
Llamó y esperó. Catalina atendió como a los diez timbrazos:
―Te dije que no me llamaras, mamá.
―Ya sé lo que dijiste ―contestó Gabriela con sequedad―. Si te llamo, es porque no me queda otra. Tu hermana tuvo un accidente. No sabemos qué pasó. Estuvo desaparecida unos días, y la encontraron medio muerta en el baño de una casa abandonada.
―Ah, bueno. ¿Pero ya está bien? Eso no es ninguna emergencia.
―Más o menos. Le están pasando suero, pero todavía no se despertó.
―Ah, pero va a estar bien.
―Los médicos creen que sí. No te avisamos antes para que no te preocuparas. Sabemos que a Fiona la querés.
―Sí. Bueno. Me alegro que esté mejor… ¿Cómo está Sílice?
Hasta ahí llegó la paciencia de Gabriela.
―Que cómo está Sílice. Tu hermana casi se muere, y a vos lo único que te preocupa es cómo está ese gato de porquería. No sé cómo está. ¡Ojalá que lo haya reventado un camión, pendeja de mierda! No sé a quién saliste.
Catalina cortó.
Alarmado por el llanto de su mujer, Ricardo salió al pasillo.
―¿Qué pasó, Gaby?
―Pregunta cómo está Sílice ―dijo Gabriela temblando―. ¿Lo podés creer? Ni le importó lo que le pasó a la hermana. Y encima vos, meta apañarla.
Gabriela no aguantó más, y hubo que llevarla a la guardia.
Ricardo salió a la vereda y llamó por teléfono a Cata.
―Hola, qué novedades ―Catalina hablaba seca, enojada.
―¿Te puedo hacer una pregunta, hija, si no te enojás? Decime si es cierto que cuando tu madre te contó lo de Fiona, vos preguntaste por el gato.
Hubo un largo, incómodo silencio.
―Sílice es especial, papá. Yo le avisé a Fio…
Ricardo cortó. Y se puso a llorar como un marica.


Cuando Fiona despertó, no sonrió al ver a sus padres.
―Todo va a estar bien, ya pasó ―le dijo Gabriela acariciándole la mano―. Estamos contentos de que te sientas mejor. Tus amigos de la facultad están en la puerta. Hay un montón de gente rezando por vos, ¿sabés?
―Sí, hijita ―intervino Ricardo―. Lo que sea que haya pasado, ya no importa. Ni lo tenés que contar.
―Ese gato me odia ―dijo ella, débil.
―Es un animal, no entiende.
―¡Ustedes son los que no entienden, mamá! Catalina le hizo algo. Experimentos.
Ricardo y Gabriela se miraron. ¿Fiona deliraba?
A pesar de temer la respuesta, Gabriela preguntó:
―¿Qué experimentos?
―No sé.
―¿Y cómo sabés que el gato te odia?
La mirada fija, al frente, Fiona callaba.
Y, cuando se decidió a hablar, sus palabras tuvieron un tono opaco, neutro:
―Porque me lo dijo.



Sílice (V)


V

Un ruido metálico la hizo saltar de la cama.
Vio en la pantalla del celu que eran las 03:07. El ruido parecía provenir de la cocina.
Temblando, recién al tercer intento logró ponerse las pantuflas. Con la respiración entrecortada, aferrándose a las paredes, se asomó a la cocina.
Sílice engullía, torpe, los trozos de pollo.
El gato más feliz del mundo, pensó Fiona. Y entró en la cocina y se cruzó de brazos.
El gato se detuvo y la observó.
Ella le sostuvo la mirada.
El hijo de puta tenía el hocico y las patas cubiertas de sangre.
―Preferiste ir a cazar en lugar de aceptar lo que te ofrecía, ¿no? Pero al final arrugaste. Es más fuerte que vos. ¡Yo soy más fuerte que vos! ¡Yo mando, mierda!
Displicente, ajeno a toda puteada, Sílice volvió a mirar el plato, lo empujó con una de sus patas delanteras y giró hacia Fiona.
Avanzaba agazapado hacia ella.
Avanzaba más y más.
Fiona conocía esa actitud, esa mirada asesina. La misma de su sueño: por más absurdo que resultase, en cualquier momento se alzaría en dos patas.
Ella retrocedió, tocándose las heridas de la cara aún sin cicatrizar. En medio de temblores, corrió a su cuarto y se encerró.
―¿Qué me pasa? Estoy discutiendo con un animal. ¿Me volví loca?
Se quedó ahí, y ya no hubo arañazos ni susurros. ¿Se habría ido?
Por las rendijas de la persiana entraron unos rayos de sol. Fiona se vistió y decidió ir al chalet de Magalí: tenía miedo de que Sílice la atacara; estaba aterrorizada, mejor dicho.
Con mucho sigilo, abrió la puerta.
¿No había nadie?
Salió al comedor. Ni rastros del gato.
Agarró lo necesario ―llaves, la mochila― y salió a la calle.
Camino a la avenida, se le ocurrió algo horrendo: envenenaría al gato ella misma. Le cocinaría un irresistible y sabroso pollito y lo condimentaría con algún raticida, valga la justicia poética. Lo dejaría solo, para que muriera en paz ―¡revolcándose y cagando sangre!―, y luego haría lo más difícil: lo enterraría en el jardín.
Le quedaban unos cientos de metros hasta la avenida, y las luces de un patrullero y un pequeño tumulto a su derecha llamaron su atención.
Se acercó a ver, y la interceptó un agente:
―Señorita, por favor, no se acerque más.
A Fiona se le aceleró el corazón.
―¿Qué hay? ―dijo.
Entre el cordón de policías y curiosos, logró ver jirones empapados de granate.
—Qué pasó —insistió, como mejor pudo.
―Un animal —contestó el policía, monocorde―. A lo mejor un puma.
Fiona lo esquivó, y apartó a empujones a los morbosos y pasó bajo la cinta amarilla.
Y su sospecha quedó confirmada: aun desfigurada y desgarrada en largas correas de carne, pudo reconocer a Magalí.
Y cayó de rodillas, en un grito mudo.


Mientras la llevaban a la morgue en un patrullero, intentaron explicarle que, si bien no eran comunes esos ataques tan cerca del casco urbano, cada tanto tenían algún caso.
Pero ella sabía la verdad: a Magalí la había asesinado Sílice. El gato entendió que su amiga iba a sacrificarlo… y se le adelantó. Pero no podía declarar semejante locura ante esos insensibles milicos: la encerrarían en un calabozo. En un loquero, mejor dicho. “Un gato es un gato”, le dirían. Tenía que esconder la verdad. Guardársela.
Magalí no tenía familiares cercanos, así que la Policía le pidió a ella que reconociera el cuerpo. Obedeció. Sentía culpa, mucha culpa: ella misma tendría que haberse ocupado del gato, no su amiga.
Llamó a los compañeros de la facultad. No les contó sobre Sílice. Todos se juntaron y despidieron a Magalí.
Fue un largo día de trámites y papeles que firmó sin leer siquiera. Los amigos se iban yendo, volvían a lo suyo: fatalidades aparte, al día siguiente rendían otro final.
Fiona dudó en presentarse. No, no se presentaría. Con la cabeza en cualquier lado, le dio mil vueltas al asunto. Pero pensó en Magalí, tan aplicada, y decidió que se presentaría lo mismo. Lo haría sólo por ella, aunque la bocharan bien bochada.
Entre tanto dolor, no había tenido tiempo de hablar con los viejos. Además, no quería revivir todo tan pronto, y encima llorando a kilómetros de distancia. Además, su madre la obligaría a volver ya mismo. Y además, si se negaba, era capaz de ir hasta ahí a buscarla.
Al final llamó. Y sólo les prometió que, tras el último examen, iría a pasar unos días con ellos.
Recién ahí les resumiría tanta tristeza, y se dejaría mimar por su mamá: las dos eran especialistas en mimar y en dejarse mimar. Lo necesitaba.
Recordó que guardaba la llave del chalet de Magalí. Se decidió a ir, y a la hora y media ya estaba entrando.
Dejó la mochila a un costado, y puso el celular y las llaves sobre la repisa del hogar. Entonces no pudo más y lloró. Recorrió la casa, llorando: no podía creer que su amiga ya no estuviera.
Entró en cada una de las flamantes habitaciones, incluso en la cocina. Magalí había cumplido su sueño, y ahora no podía disfrutarlo.
Ya en el baño, se lavó la cara. El agua fresca la hizo sentirse mejor.
Y hubo un golpe hueco ―un sonido a madera―, seguido de un ¡crack!
Se asomó a la sala. Lo primero que le llamó la atención fue su celular destruido sobre el parqué. Levantó la mirada y se le cortó la respiración.
Sentado sobre la chimenea, la cola serpenteante, sus ojos brillaban con más fuerza que nunca.

―Hijo de puta…

Sílice (IV)


IV

―¿Qué pasa, amiga, que estás desaparecida?
Era Magalí, por el celu.
―Estoy estudiando. Tenías razón: no dan ganas de salir estando tan lejos. Ni siquiera en una mañana tan linda.
―No era para que te lo tomaras tan literal. Te va a hacer mal. Despejá un poco la mente.
Fiona le hizo caso a su amiga y fue a visitarla.
Magalí alquilaba un departamento ínfimo en el barrio Flores, al suroeste de la ciudad.
―Está lindo tu departamentito.
―¿“Departamentito”? ―dijo Magalí exagerando el tono de enojo, y enseguida sonrió―. ¡La mansión! ―Les echó un vistazo a esas estrechas paredes, con ojos tristes―. Una cueva es; otra que mansión. Si todo sale como espero, pronto me mudo.
―Está lindo igual. Me gusta.
―Dejate de joder, Fiona. ¿Me vas a decir qué te pasó en la cara?
―Ni me hables. El gato.
―A ver.
Fiona contó lo que le había hecho Sílice. Magalí le limpió la herida, y con profesionalismo veterinario le hizo un prolijo vendaje.
―Es raro lo que me contás ―dijo, mientras guardaba su instrumental en el maletín―. Ya llevan seis meses conviviendo. Ya debería haberse adaptado a vos y a la nueva situación.
―¿No tendrá rabia o algo así? Yo noto que se le está cayendo el pelo… Y te cuento que está más grandote.
―Puede ser por el cambio de estación. Igual, si querés, un día de estos saco el pasaporte y me tomo un avión hasta tu casa.
―Dale, sería genial ―Fiona le siguió la broma a su amiga―. Pero te comento que las costumbres en mi región son muy diferentes.
Entre chiste y chiste, volvió de buen humor. Le había hecho bien despejarse un rato. Aprovechó para repasar antes de irse a dormir.
Durante la madrugada se repitió la situación. Fiona se despertó, y vio que Sílice la observaba desde la puerta. No intentó acercarse. Lo ignoró. Quería mostrarle quién mandaba en esa casa, y lo enojada que estaba.
A la noche siguiente ocurrió lo mismo. Y también la siguiente. Y la otra.
Le redujo el alimento y dejó de regalarle las sobras. Era ridículo, bien lo sabía; pero quería que le suplicara arrepentido.


Noches después, todo se descontroló: en medio de la penumbra, Sílice se subió a la cama…, y ahora se le acercaba sigiloso. Ella pensó ―quiso pensar― que venía a implorar el perdón, que en su idioma gatuno le pediría que todo volviera a ser como antes. Entonces Fiona le haría ver que eso era imposible. Que, a cambio de aquellos beneficios, él debía entregarle ronroneos y cariño animal; el eterno contrato entre los gatos y los seres humanos, que a veces los gatos respetan.
Fiona salió de entre las sábanas. Y dijo, sobradora:
―¿Qué pasa, gatito?
Sílice se encogió, y tras un instante arremetió con garras y dientes contra la cabeza de Fiona, y ella le encajó un instintivo manotazo en el lomo. El gato voló contra la pared llevándose en las zarpas carne y piel de las mejillas. Gotas de sangre salpicaron las sábanas y la almohada. Sílice gritó, cayó al piso y huyó de la habitación.
Y Fiona se largó a llorar.
Cuando logró calmarse, fue hasta el espejo del baño. Un monstruo: la cara sangrante, hinchada. Las heridas eran más profundas que nunca. Incluso podría necesitar sutura; pero la asustaba salir sola, tan tarde. Se limpió lo mejor que pudo y cubrió con una gasa los arañazos.
Por la mañana habló con Magalí, quien tenía la habilidad de hacerla sonreír hasta en los peores momentos:
―En tres días, Fiona, tengo que dar el último final de veterinaria. Estoy hasta las manos. Te prometo que después voy a tu casa y lo veo. Dentro de tres días, voy a ser mucho más grosa que ahora.


Fiona le escribió a Catalina y le contó, sin dar precisiones, lo mal que iba todo con el gato.
Su hermana le respondió que Sílice era especial, que ella le había avisado. Y cerraba el texto diciendo: “Yo lo volví especial”.
¿Qué le había hecho Catalina al gato? ¿Enseñarle a comer como un señorito? ¿Acostumbrarlo sólo a la comida gourmet? Si no hubiera aparecido ella, a los pocos años Catalina hubiese terminado rodeada de gatos y bien loca.
Mientras esperaba la visita de su amiga, Fiona se encerró para dormir. Sílice rascaba la puerta del dormitorio, pero enseguida lo ignoró: eran ideas suyas; debían de serlo, porque además oía susurros.
Estaba sola, sentada en un banco en el medio del Aula Magna de la facultad. Era una noche de insoportable silencio. Ella miraba alrededor, desconcertada. Cuando volvió la vista al frente, descubrió, junto al pizarrón, a Sílice parado en dos patas. Medía casi dos metros y la miraba fijo, con las orejas retraídas, como a punto de atacarla.
Fiona se despertó empapada en sudor. La aterrorizaba la idea de estar enloqueciendo.
Para olvidarse de sus problemas domésticos se enfocó en los dos finales. El gato colaboraba desapareciendo durante la mayor parte del día.


Tras tirarle huevos y vinagre a Magalí, Fiona y sus amigos se fueron con cervezas y una picada a “La mansión”. Dos horas de boliche, y a otra cosa.
―Ahora que estamos solas… ―dijo Magalí saliendo del baño y frotándose la cabeza con una toalla: se limpiaba los restos de ese engrudo amarillo que había empezado a apestar―. Decime: ¿estos son los arañazos de la otra noche?
A Fiona se le saltaban las lágrimas, y su amiga la abrazó.
―No doy más ―dijo entre espasmos nerviosos―. No me deja dormir. Tengo miedo de que me esté acechando atrás de algún mueble. Me rasca la puerta de la pieza a la noche y… ―Fiona no quiso que Magalí pensara que ella se estaba volviendo loca, y no siguió hablando.
―Tranquila, amiga. No podés vivir así.
―¡Ya lo sé!
―Acompañame a un lugar, y después vamos a tu casa y lo reviso.
―¿Adónde vamos?
―Es una sorpresa.
Llegaron a un chalet viejo, no muy grande y recién pintado. Magalí sacó unas llaves y abrió.
La casa estaba vacía, se olía la pintura. No había muebles, lámparas, adornos. Lo más llamativo era un hogar a leña en el centro del comedor, con campana y todo. Fiona miraba a Magalí, sin comprender.
―No dije nada antes ―dijo Magalí―, por miedo a que se pinchase. Hace un año saqué un crédito hipotecario. Me lo aprobaron hace unas semanas, y pude comprar esta casita.
Fiona se quedó con la boca abierta. Corrió a abrazar a su amiga.
―¡Te felicito, qué buena que está! Me encanta.
―¿Viste? Hay que hacerle unos arreglos, pero lo más groso ya está. Es mía.
―Que día, eh. Todo junto. Tu último final y tu propia casa.
―Sí. Todo… Hablando de eso, ¿vamos a la tuya?


Cuando llegaron a lo de Fiona, buscaron a Sílice por toda la casa: revisaron bajo los sillones y detrás de cada mueble. Desistieron al rato. Prepararon mate y se sentaron a ver televisión. Mientras charlaban, Sílice las sorprendió ocupando el tercer asiento. Las dos lo miraron.
―Así que vos sos el famoso Sílice ―dijo Magalí, y se acercó.
―Cuidado ―dijo Fiona.
Magalí le acarició la cabeza, y el gato le empujó la mano amistosamente pidiendo más. Ella lo siguió acariciando, y el guacho ronroneó.
Es conmigo, pensó Fiona. Gato de mierda.
―Es cierto que tiene algunas áreas peladas ―dijo Magalí acariciándole el lomo―. Quizás haya que reemplazarle el alimento, o suministrarle alguna vitamina.
Fiona no disimuló su decepción. Era ridículo y se sentía mal, pero le hubiera gustado oírla a su amiga diagnosticar que el gato tenía un tumor horrible y que se moriría en un par de horas. En un par de minutos, mejor.
―Hubieras preferido ―dijo Magalí, después de tomar aire― que te dijera que se iba a morir, ¿no?
―No. Yo…
―No te sientas mal. Yo soy veterinaria y todo lo que quieras, pero me parece que las personas son más importantes que los animales. Vos sos más importante que tu gato. ―Sílice la miró fijo, y Magalí se estremeció―. Hay algo raro en este bicho. Además de lo del pelo, digo. Los ojos, la mirada…
―Yo lo veo cada vez más grandote. Además le cuesta más trepar. Como si se hubiera vuelto más torpe. El otro día quiso subirse a la mesada, calculó mal y se cayó. Y al día siguiente le pasó lo mismo, queriendo subirse a la mesa. Cada vez que le pasa, me río con ganas. Es mi pequeña venganza por los arañazos.
―Puede ser que esté más obeso, nomás.
―No sé, capaz que soy yo que estoy sugestionada.
―¿No pensaste en regalarlo?
―No puedo: mi hermana me mata.
Magalí sacó la llave de su casa nueva y se la entregó.
―Tomá. Estrená mi casa.
―No, por favor ―dijo Fiona alzando los brazos como quien rechaza un regalo cuantioso―. Es tuya. Es nueva.
―No seas tonta, tengo otra copia. Tomá. Al menos hasta que des el último final. Vos acá no podés dormir.
Fiona agarró la llave.
―Gracias.
―Ni me avises. Si la necesitás, vas y listo. Nadie te va a joder. Nadie más sabe que la compré.
―Okey. Gracias, Maga, de verdad. Sos una amigaza.
―Bueno, me voy. Tengo que ordenar un poco la mansión y empezar a guardar cosas para la mudanza.
―Te pido un remís.
―No, dejá, dejá ―Magalí habló repentinamente apurada―. Por la avenida pasa un colectivo que me deja en la esquina. ―Echó a su alrededor un vistazo aprensivo, como para cerciorarse de que el gato no la siguiera―. No me va a hacer mal caminar un poco.
―Bueno, te acompaño.


Fiona no quiso abusar de la confianza de su amiga, y esa noche no fue a dormir a la casa nueva. Pero se arrepintió: los arañazos a la puerta y los susurros fueron insoportables.
Cuando por fin logró dormirse, volvió a soñar que la habían dejado sola en la gigantesca aula. Era el día del examen. Otra vez, Sílice se erguía junto al pizarrón.
Y era muy alto.
Y la miraba fijo.
Y levantaba la pata izquierda ―un brazo humano, aunque peludo y con filosas garras― y arañaba el pizarrón hasta sacarle sangre. A Fiona el áspero chirrido le erizaba la piel, la obligaba a cubrirse los oídos con la almohada. Otra vez se despertó. Otra vez envuelta en un sudor helado, el corazón a mil.
No bien despertó, aunque aún era de madrugada preparó un bolso y huyó al chalet. Ya amanecía cuando el remís la dejó en lo de Magalí.
Por la mañana compró un colchón, que pensaba dejarle a su amiga de regalo cuando volviera. Sin televisión ni distracciones, podría estudiar tranquila. Igual durmió mucho: lejos de Sílice, se sentía un tanto relajada.
Dos días después, rindió el primero de los dos finales. Un 9,75.
―Es mi casa nueva ―le dijo Magalí―, te tira buena onda.
―Lástima que tenga que volverme. No le dejé bastante comida.
―¿A quién? ―Magalí le guiñó un ojo―. ¿Te conseguiste un culiáu?
―Al gato digo, boluda.
―Ah sí, el gato. Respecto al gato, estuve buscando en mis libros. Y no encontré ninguna enfermedad que responda a los síntomas. No hay literatura.
Fiona suspiró, chasqueó la lengua.
―No sé qué hacer. Incluso tengo miedo de estar en mi propia casa.
―Eso no tendría que ser así. ―Magalí se acercó, le cruzó un brazo por encima del hombro, y en tono de confidencia, dijo―: Creo que deberíamos sacrificarlo.
Fiona la miró: hablaba en serio.
―Una pequeña inyección, vos viste. ―Magalí sostenía una jeringa imaginaria, apretaba el émbolo―. ¡Páfate! Se duerme, y sin dolores. Y nunca más despierta. Y no te jode nunca más el gato de mierda este.


Fiona pasó esa noche en el chalet, pensando y pensando. Recién a la mañana siguiente volvió a su casa.
Sacrificar al único ser vivo que había llegado al corazón de Catalina ―además de ella misma― era una crueldad. Por otro lado, su hermana no tenía por qué enterarse. Accidentes pasan todos los días. Podía mentirle.
A pocos metros de la puerta, un olor nauseabundo ―¿Sílice se habría muerto de hambre?― la obligó a cubrirse la nariz.
Entró con cuidado. Pisó algo blanduzco que la hizo resbalar. ¿Tan rápido se pudre un cuerpo?
Prendió la luz y se encontró con un tendal de cadáveres de animales: ratas y pájaros despellejados. Había sangre y vísceras en los rincones y salpicaduras en las paredes. Cientos de moscas se hacían un festín. Sobre su cama, además, Sílice le había dejado un regalo especial salido de sus entrañas.
Lo primero que pensó fue en llamar a su amiga. Pero ya la había hecho ir hasta ahí  toda una tarde. Y para nada.
Encima, Magalí estaba mudándose, no podía seguir molestándola por cualquier cosa. Limpiaría, y después vería cómo seguir.
Sin poder dejar de temblar, echó lavandina y desinfectante, revisó cada mueble. No fuera cosa de que el gato anduviera acechándola.
Terminó. Todo se veía reluciente, aunque la fetidez se había impregnado ―¿o lo percibía solamente ella?―. Por las dudas limpió otra vez.
Mientras fregaba la pared del comedor, de reojo percibió un movimiento en una de las ventanas. Ese gato de mierda venía a reírsele.
Despacio, muy despacio, Fiona agarró lo que tenía más a mano: el florero de cerámica. Giró y se lo revoleó al intruso, y el florero se estrelló contra el marco de hierro de la ventana, y un pajarito azul echó a volar.
Harta, llamó a Magalí:
―Hagámoslo, liquidemos a ese hijo de puta.
Magalí le prometió ir esa misma tarde.
Una vez que acabaran con el gato, ella le escribiría a Catalina. Eligiendo las palabras, le mentiría que Sílice había sido víctima de alguna extraña enfermedad, y que los mejores veterinarios no habían podido salvarlo. Si aquella pedía de ver el cuerpo, ya le inventaría cualquiera.
Llamó a los viejos y les contó que había rendido bien el primer final.
―Pasado mañana ―dijo― tengo el otro.
No les habló de su angustia con aquel demonio. A su madre, todo lo referido a la pobre Catalina le importaba tres carajos, y el buenazo de papá querría convencerla de detener el innecesario sacrificio. ¡Otra que innecesario sacrificio! ¡Una hecatombe se merecía ese hijo de puta de Sílice!
Fiona no quería dudar: si lo pensaba dos veces, no lo sacrificaría.
―Así arranco mi vida profesional como veterinaria ―dijo Magalí apenas llegó―. Asesinando a un gato.
Fiona agachó la cabeza.
―No me lo digas así, porque me arrepiento.
―No. Nada que ver. Vos, que vas a ser psicóloga, pensalo de este modo: el gato es agresivo porque sufre. Intentaste todo para hacerlo feliz. No pudiste. Él no te dejó, entonces terminamos con su sufrimiento de otra manera.
―Lo odio, pero a la vez me da lástima.
―¿Dónde está? ―Magalí se inclinó, pispeó alrededor.
―No lo vi en todo el día. ―Fiona se alzó de hombros.
Vieron por televisión El retrato de Dorian Gray, charlaron y comieron. Del gato, ni noticias. Salieron a buscarlo, lo llamaron. Fiona lo veía detrás de cada arbusto.
Sarteneó unas irresistibles pechugas de pollo y se las dejó en su escudilla, pero el gato seguía sin aparecer.
―¡Mirá la hora! ―dijo Fiona señalando el reloj―. Te hice perder todo el día.
―No me hiciste perder nada ―contestó Magalí, sincera―. La paso bien con vos. Me quedo un rato más. Siempre decís que aparece de noche.
―Para rascarme la puerta ―Fiona arañó el aire―. Gato hijo de puta.
―Si no aparece, en un ratito me voy, y mañana probamos. No puede desaparecer para siempre.
Tampoco puede sospechar nuestros planes, pensó Fiona.
Pero se calló la boca.


Cerca de la medianoche, Magalí se despidió. Fiona vio cómo se levantaba las solapas del abrigo, seguramente por el aire nocturno. Ahora recorría el camino hasta la avenida.
Al entrar de nuevo en la casa, la imaginó pensando en lo mismo que ella: Sílice acechaba en las tinieblas.
Se dio una ducha y se fue a dormir.