Sílice (I)


I

Fiona bajó del auto, abrió el baúl y sacó su valija. No podía con la ansiedad de ver de nuevo a Catalina, después de cuatro años. Instintivamente decía que sí a las recomendaciones de su madre:
—Tené cuidado. Cualquier cosa llamá. Si aquella no se porta bien con vos, nos avisás y volvés.
Le sonaban ridículas todas esas admoniciones, aunque entendía por qué se las disparaba como metralla: la relación entre su madre y su hermana mayor era peor que la establecida entre vampiros y hombres lobo.
¿Por qué no podían conectar? A ella no le costaba nada. Era cierto que nunca le había costado. Con nadie. También era cierto que su hermana, por rara, le caía pésimo a todo el mundo.
Como fuese, se dijo, cada uno es como es, y está bien así.
En ese sentido, papá era más abierto. Si bien Catalina lo venía decepcionando desde que nació, él la trataba de aceptar y entender. Asunto difícil: Catalina no ponía nada para mejorar la relación. Sin embargo, él las quería a las dos hermanas, aparentemente sin favoritismos.
Fiona se despidió y subió al micro. La esperaban doce horas de ruta, hectáreas de campo y kilómetros de sierras, hasta el centro de la ciudad de Córdoba.


Volviendo en el auto, Ricardo vio que Gabriela apoyaba la frente contra el vidrio. Su cara denotaba preocupación. Incluso miedo. Desde que Catalina había abandonado el hogar para irse a estudiar, Gabriela había mejorado mucho. Él estuvo a punto de preguntarle si esa mañana se había tomado el Prozac, pero ella habló primero, sin dejar de mirar por la ventanilla:
—¿Habremos hecho bien en dejarla ir?
Ricardo esperaba esa pregunta desde que habían pasado el peaje. Venían discutiendo largamente, pero Gaby seguía abrumada de dudas.
—Ya lo hablamos, mi amor. Fiona acaba de cumplir los dieciocho, y no ve a su hermana desde hace cuatro años. ¿Quiénes somos nosotros para impedirle que vaya a visitarla?
Ella no contestó: había planteado sus argumentos varias veces. Además, Fiona ya iba camino a Córdoba. No había vuelta atrás.
Dejaron la autopista y entraron en la avenida principal. El tránsito estaba más congestionado que de costumbre, pero Gabriela ni se dio cuenta: seguía en su mundo; pensando en sus hijas, tan diferentes.
Sus sentimientos hacia Catalina eran muy distintos a lo que todos creían, y eso la ponía terriblemente mal; de ahí la depresión y los ataques de pánico. Ella odiaba a Catalina. En secreto la odiaba. Y, por supuesto, no podía expresarlo: ¿qué clase de madre siente repulsión por un hijo? Se supone que una debe amarlos a pesar de todo… pero había sido un alivio que se fuera a estudiar a otra ciudad. Hasta empezó a andar más animada, y los ataques se habían ido espaciando.
De hecho, todo había salido mejor de lo esperado. Pensó que Catalina vendría a visitarlos en las vacaciones. Y bien, tendría que actuar una voz dulce y comprensiva cuando llamara por teléfono. Pero nunca había venido, en cuatro años. Además, se comunicaba sólo por correo electrónico y jamás se compró un celular, ni se preocupó en hacer alguna llamada desde un locutorio o desde un teléfono público. Por lo menos podría haberlo hecho por su hermana, que la extrañaba de verdad. Pero no. Nada. Ni una muestra de humanidad, como siempre.
―Yo sé que Catalina te asusta ―le dijo su marido cuando se detuvieron en un semáforo―. Y que te preocupa que le pueda hacer algo a Fiona.
―Y claro que me asusta. Nunca estuvieron juntas y solas. Siempre estábamos nosotros cerca.
―Sí, pero tampoco nos necesitaron. Fiona encontró la manera de penetrar el caparazón de Catalina, como lo hace con todos. Tiene algo especial con la gente, a pesar de ser tan chica.
La palabra “caparazón” estremeció a Gabriela. En el colegio, Catalina siempre se había sentado sola, no tenía amigos. Y los docentes no lograban interesarla. No sacaba malas notas, al contrario; pero lo hacía todo de forma automática y sin placer. Cuando cumplió ocho años, y por recomendación de uno de los tantos psiquiatras que habían consultado, le regalaron una tortuga. La idea era que Catalina la cuidara y la quisiera; en suma, que por lo menos formara algún vínculo. No ocurrió nada de eso.
Una semana después, Gabriela encontró un rastro de sangre que llegaba hasta la habitación de su hija mayor. Asustada, abrió la puerta, pensando que la pobre se había lastimado. Lo que vio la horrorizó. No fue tanto el cuerpo ―aún con vida― de la tortuga, despojada de su caparazón, sacudiéndose agónicamente. Lo que la impresionó fue la cara de su hija, inexpresiva, sin sentir el menor dolor por el sufrimiento de aquel animalito descuajado. Sostenía una espátula.
Gabriela salió del cuarto y cerró la puerta. No quería que Fiona, de tan sólo cuatro años, presenciara aquel horror.
―Debimos regalarle un gato ―diría su marido más tarde, después de que limpiaron el desastre y castigaron a Catalina por el incidente―. Es más fácil encariñarse con un gato o con un perro.
Ella no lo creía en absoluto, y se opuso a comprar otra mascota: no quería en su casa otro animal destripado.
―Fiona no me preocupa ―le dijo a su marido mientras se detenían, esta vez por un embotellamiento―. Ella es perfecta. Es divina. Por eso no quiero que la haga sufrir… —Abrió los ojos asustada, los clavó en Ricardo— Mirá si no la va a buscar a la estación. ¿Qué va a hacer ella, solita en una ciudad desconocida?
―Fiona es viva, se va a arreglar.
Ricardo sabía que su mujer seguía viendo a su hija menor como su princesita indefensa. Pero, además de divertida y simpática, Fiona era muy inteligente. Él, de tanto visitar psicólogos y psiquiatras con Catalina, había aprendido a leer a sus hijas. Solitaria y analítica, la mayor había decidido ser científica. Además tenía una inteligencia superior a la media, y eso la había llevado a la carrera de Genética y Biotecnología, nada fácil.
En cambio, Fiona era hiperactiva y extremadamente sociable. Y también era inteligente. “Te saca la ficha al toque”, decía siempre él, cuando la describía. “Sabe qué decirte, cuándo y cómo, según tu personalidad. Lo sabe a los cinco minutos de conocerte”.
Por eso había logrado que su hermana se abriera, aunque fuese un poco. Fue increíble la primera vez que las vio juntas y solas jugando a tomar el té. Una nena que recién aprendía a hablar había logrado más que un ejército de especialistas.
―¿Te acordás? ―dijo la mujer, mirando otra vez por la ventanilla―. Estábamos preocupados por las horas que pasaba Catalina encerrada…
―… y le pedimos a Fiona que la espíe. Sí, claro que me acuerdo. ―Y era verdad. Él no había querido inmiscuirse en los asuntos de su hija adolescente. Tenían que dejarla experimentar. Si quería “descubrir su cuerpo”, que lo hiciera. Si se metía en sitios de citas o de “solos y solas”, había que dejarla. Ella era lo bastante perspicaz como para no dejarse engañar por nadie.
―Yo ―dijo la mujer subiendo la voz― deseaba con tanta fuerza que estuviera experimentando con su cuerpo o chateando con algún muchacho raro como ella.
Pero no. Lo que Fiona descubrió, y no por espiarla, sino por preguntarle y acercarse, fue que Catalina estudiaba. No lo que le enseñaban en la escuela: eso no le llevaba más que un rato. Visitaba sitios sobre ciencia y estaba suscripta a algunos cursos en línea. Más que estudiar, aprendía.
Con sus jóvenes doce años, Fiona no había entendido muy bien qué era lo que Catalina aprendía. Y ellos tampoco. Para averiguar más y ver si podían acercarse a su hija, le preguntaron cuáles eran sus intereses y si necesitaba ayuda con algo.
Como siempre, la respuesta de Catalina fue muy evasiva. Algo así como “Yo me arreglo”, o “Yo estoy bien”, o alguna ambigüedad por el estilo.
Ellos discutieron largamente sobre si retarla o exigirle que les contara más sobre la real naturaleza de esos estudios. Gabriela, que a esa altura le dedicaba todo su amor a Fiona y ―solo por obligación― apenas se mantenía unida a su hija mayor, quería cortarle la internet y obligarla a dar detalles de lo que hacía. Ya no le importaba que aquella pendeja la odiase. De hecho, le hubiera gustado que, aunque sea, explicitara ese sentimiento tan humano y dejase de ser un robot.
A Ricardo no le parecía mal que Catalina tuviese un interés concreto. Él creía, y no se equivocaba, que la ciencia podía ser su futuro. Con tal cabeza y semejante tenacidad, cursaría cualquier carrera en tiempo récord. Su total desinterés por las relaciones con el prójimo sería de gran ayuda: muchos jóvenes ―universitarios o no― se pierden años enteros por vivir en la joda.


La incomodidad del asiento, el repetitivo paisaje y la calidad de las películas que pasaron durante el viaje, no fueron una buena combinación para el espíritu inquieto de Fiona. Doce horas que le parecieron cincuenta, y en las que no paró de imaginarse cómo le estaría yendo a Catalina en la universidad.
Las respuestas a los correos electrónicos que le enviaba no solían decir mucho más que «Estoy bien y aprendiendo mucho» o imprecisiones similares.
Ansiosa por ver a Catalina, caminó por el micro y se cambió de asiento en varias oportunidades. Se moría de ganas de pasear con ella, una de las cosas que más disfrutaban juntas. La mayoría de las veces, en silencio. El resto, con un monólogo improvisado por ella, que Catalina escuchaba con respetuoso silencio.
Quizás esté cambiada, pensó, más abierta.
Y si no, no importaba: la quería igual. Aquella chica taciturna y melancólica ―a quien todos miraban de reojo, mientras que por detrás la llamaban “Cata la Rara”― era su cable a tierra.
Cuando ella estaba alocada, con las revoluciones a mil, recurría a Catalina. No pretendía que la calmase o le aconsejara: tan sólo acercarse a ella le traía paz. A veces se acompañaban durante horas, las dos en silencio, cada una en lo suyo… pero juntas. Esa era otra de las cosas que a Fiona más le gustaban. Se la pasaba todo el día hablando, riendo y divirtiéndose con amigos o vecinos, o incluso con sus padres. Tanta actividad necesitaba un descanso mental, y era con su hermana con quien lo conseguía.
Odiaba cuando el resto se refería a Cata con su apodo. Se enojaba y la defendía con uñas y dientes; les decía: “¿Rara? Todos somos raros en la intimidad. Lo que pasa es que ella no finge”.


Nadie la estaba esperando en la terminal de micros de Córdoba.
Su hermana no tenía teléfono, pero ella había anotado la dirección.
La mujer que la atendió en Informes le dijo que esa casa quedaba en las afueras. Además la hizo dudar un poco: según la mujer, quedaba en la zona industrial, y ahí no había muchas casas.
Fiona fue a otro mostrador y pidió un remís. El remisero acrecentó sus dudas: también él aseguraba que aquella no era una zona residencial.
Y sí, eso era bien de Cata. ¿Su solitaria hermana soportando vivir en una residencia estudiantil, donde hordas de adolescentes excitados no la dejarían concentrarse? Si podía elegir, aquella ermitaña siempre se inclinaría por un desierto: sin vecinos, sin ruidos ni molestias. Catalina y su ciencia, las dos solas.
A medida que se alejaban del centro y se adentraban en la zona fabril, el tránsito se iba alivianando. Después de equivocarse y retomar un par de veces, el remisero encontró un camino angosto y recto que salía de la avenida principal. A cada lado de aquel camino, dos monstruos de cemento miraban con indiferencia: una fábrica de autos y un laboratorio.
Al fondo de la calle se levantaba una construcción de una planta, con ventanas cuadradas de hierro y una puerta gris, también de hierro, que a Fiona le recordó a un frigorífico. Un búnker, mejor.
El remisero dijo:
―¿Querés que te espere, nena, para asegurarte que sea la casa que andás buscando?
―No tengo dudas de que esta es la casa.
Fiona pagó, se bajó y, arrastrando la valija, enfiló hacia la puerta metálica.
Tocó timbre, con el corazón a mil.
¿Me reconocerá? ¿Tendrá novio? ¿Tendrá amigos para presentarme?