Sílice (III)


III

En los días siguientes, toda la familia anduvo a las corridas. Fiona se anotó en la universidad, y después volvió a Buenos Aires: tenía que despedirse de sus amigos, organizarse y preparar muchos bolsos.
Por su parte, Catalina se comunicó con el laboratorio de Viena y aceptó la oferta. La mudanza le resultaría sencilla, ellos se ocuparían de todo; era cierto que estaban fascinados con su trabajo. Los del laboratorio cordobés lamentaron mucho su renuncia, pero no podían competir ni económica ni estructuralmente contra el gigante europeo.
Gabriela hizo un esfuerzo enorme para evitar sobreproteger a la nena. Aun así, no dejó de espiar a Fiona mientras empacaba. Y le tiraba algún que otro consejo. Es que la “nena” ya no era una nena; no estaba empacando para irse de vacaciones. Se iba a estudiar, y ella no la vería más que unos pocos días al año.
Ricardo fue su apoyo: él sabía que muy pronto volverían la depresión y los ataques de pánico.


Un mes después, los tres viajaban en el auto cargado hasta el techo. Ayudarían a Fiona a instalarse, y despedirían a la mayor.
Cuando llegaron, la casa estaba casi vacía. Los empleados de la empresa de mudanzas terminaban de subir al camión las últimas tres cajas. Fiona se adelantó a sus padres y saludó a Catalina. Al abrazarla la notó muy tensa. Pensó que era por el viaje, y se lo dijo:
―Entiendo tu nerviosismo. Pero vas a ver que te va a ir bien allá.
Su hermana devolvió sin ganas el abrazo. Otra vez se guardaba las palabras.
Sin poder evitar las lágrimas, Ricardo saludó a la mayor: cuatro años de no verla ni de hablar con ella.
Lo de madre e hija fue muy frío, un incómodo beso de compromiso. Sentían lo mismo la una por la otra: odio. Y las esperaba la peor de las torturas: debían convivir unas larguísimas veinticuatro horas.
Ricardo aprovechó el corto tiempo con Catalina. Gabriela simuló preocuparse y prometió extrañarla.
Charlaron, pasearon, cenaron afuera. Al regresar, brindaron por el futuro. Más tarde, se acomodaron en diferentes rincones para dormir. Sílice se mantuvo alejado de todos y no se dejó ver demasiado. A Fiona le pareció más grande que la última vez.
Pensó: Catalina lo debe estar malcriando antes de irse.
El día siguiente fue bastante triste. El desayuno pasó en silencio. Luego vinieron las despedidas. Cata había llamado un remís para que la llevase hasta el aeropuerto. Arisca como era, no querría soportar a toda su familia llorando como si fuera una enferma terminal.
El primero en despedirla fue Ricardo. La abrazó, los ojos vidriosos, y le dijo al oído:
―Estoy muy orgulloso de vos, hija. Te quiero. No desaparezcas. A pesar de la distancia, no vas a estar lejos. Llamá. Ahora con internet hay muchas maneras.
Catalina se limitó a asentir.
Abrazó a su madre con la misma calidez del día anterior: ni se registraron.
Cuando fue el turno de Fiona, su hermana le apretó la mano con excesiva fuerza y la miró a los ojos como nunca antes. Un escalofrío le recorrió la espalda.
―¿Qué pasa? ¿Es por tu gatito? Vamos a estar bien. Lo voy a cuidar.
Otra vez, Catalina no decía lo que sentía. Necesitás descargar, pensó Fiona, pero se calló la boca. Decí lo que sentís, Catalina, por Dios.
Catalina se descolgó la mochila y la dejó en el piso. Entonces hizo algo insólito: ella, que siempre se desplazaba con la parsimonia de un cerro, corrió hasta la que había sido su habitación, donde seguramente ahora andaría Sílice. Entró y, sin dar la más mínima explicación, se encerró con llave. Incómoda, su familia se quedó parada en medio de la sala, sin saber qué hacer.
―¿Ves? ¿Ves? ―dijo Gabriela al toque y señalando con el dedo la puerta cerrada―. Le demuestra más amor a un simple gato que a su madre o a su padre. O a su hermana, pobrecita, que gracias a ella puede viajar.
―Tranquilizate, Gaby ―dijo Ricardo―. Acordate lo que nos decían los psicólogos. A Cata le cuesta expresar sus emociones. El cariño que le demuestra a Sílice es en realidad su manera de exteriorizar lo que siente por todos nosotros.
La mujer negó con la cabeza.
Desde la habitación se oía la voz de Catalina. Fiona se acercó y golpeó con suavidad. Catalina salió y la miró con los ojos desorbitados.
―Está enojado ―le dijo.
―Ya se le va a pasar. Nos vamos a llevar bien, vas a ver.
―Cuidalo, Fiona. Cuidalo mucho.
Fiona la abrazó. Sílice, que había estado observándolas como el rey del hogar desde el medio del acolchado, dio vuelta la cara.


Los primeros días de convivencia con el gato fueron de terror: Fiona lo alimentaba y trataba de ganarse su confianza con golosinas y juguetes, pero Sílice no le llevaba el apunte. Comía por las noches mientras ella dormía. No bien se levantaba, Fiona descubría las desperdigadas golosinas invadidas por ejércitos de hormigas rojas y negras. Era como si el gato las alimentase. En cuanto a los juguetes ―cascabeles, ratones de goma y pájaros hechos de corchos y plumas―, el muy cabrón los tiraba por la ventana. Además, cada vez que ella estaba en la casa, él desaparecía. Se escondía bajo algún mueble, o directamente se mandaba a mudar.
Fiona se sentía frustrada: por primera vez en su vida, le costaba establecer un vínculo. Hacía sus mayores esfuerzos, pero el gato la evitaba. Supuso que extrañaría a Cata; con el tiempo, todo mejoraría. Sí, claro.


Colgó unos cuadros coloridos y amuró un televisor. Además sus padres, antes de volverse para Buenos Aires, le habían regalado muebles modernos, bien chillones. Instaló luces más potentes y retapizó el sillón de un rojo intenso. También pintó los marcos grises de las ventanas de hierro. Naranja le pareció un color alegre. Estaba segura de que terminaría aburriéndola, pero precisaba darle vida a su nuevo hogar. Con esos cambios y un poco de Green Day, la casita ya no era Catalina. Ahora era un poco más Fiona. Más adelante se ocuparía de desmalezar y emparejar el jardín.


Empezó a ir a la facu. Iba y volvía en remís todos los días, podía permitírselo.
No le costó hacerse de un grupo de amigos. Incluso había noches en que se quedaba estudiando, o simplemente charlando en lo de algún compañero.
Cuatro chicos conformaban su grupo fijo, pero fue con Magalí con quien logró intimidad. Y sabía bien por qué: sociable y divertida, ni por asomo era Magalí tan parca como su hermana. Aunque, salvando las distancias, también era reservada: nunca hablaba de su familia, parecía no tener a nadie. A punto de recibirse de veterinaria, cursaba algunas materias de Psicología, sólo por un interés personal.
Un día le recordó a Fiona, durante un recreo:
―Se vienen los primeros parciales. ¿Estudiaste?
―Intento. Lo que pasa es que vivo tan lejos… Cuando vuelvo le preparo la comida al gato, hago de ama de casa, como, y ya me muero de sueño.
―Es rarísimo que vivas en la zona fabril. Pero no es del todo malo: cuando empiece la época de finales y tengas que sentarte a estudiar de verdad, no vas a tener la tentación de salir a dar una vuelta. A los que viven acá en el centro les pasa todo el tiempo.
―Ojalá, Maga. Lo ideal sería un lugar así, pero no tan alejado.


La relación con Sílice empeoró. Fiona dejó de preocuparse, y sólo le dio los cuidados mínimos. Cada vez que recibía un e-mail de Catalina preguntando por su gato, le mentía que todo iba bien.
Después le venía la culpa, y trataba de amigarse con Sílice. Ponía su mejor voluntad y todo el amor que le salía, pero no había caso.
Una tarde, encontró al gato durmiendo en el sillón. Se acercó tratando de no asustarlo y lo observó: el pelo del animal se veía distinto, menos espeso; además, en algunas partes del lomo le faltaba.
¿Necesitaría de vuelta las inyecciones?


La nueva: todas las mañanas encontraba los apuntes desparramados por el comedor. Primero creyó que era alguna corriente de aire. Después descubrió una huella estampada en una hoja de cuaderno: ¡durante la noche el gato tiraba todas sus cosas!
Típica conducta felina, se dijo, sin convicción.
Terminado el primer semestre, y tal cual le había avisado Magalí, estar apartada del mundo le sirvió para prepararse mejor en vista de sus primeros finales.
Fue al supermercado y se proveyó bien, se encerró, desconectó el televisor, ocultó en un armario todo lo que la distrajese, y se puso a estudiar sin descanso.


Una noche, se despertó con la sensación inconfundible de que alguien la observaba.
Miró a su alrededor.
Distinguió dos luces ―¿dos brillantes ojos?―, a una distancia imprecisa, más allá de los pies de la cama. Al incorporarse lo reconoció: sentado en el piso, la punta de la cola serpenteando entre las patas, Sílice la estaba acechando.
Fiona simuló ternura:
―Mish, Mish, Mish…
Prendió el velador y se sentó en la cama. Sin apartar la vista de ella, el gato se agazapó. Las pupilas se le contrajeron hasta convertirse en dos hendijas verticales. Sin dejar de fingir, Fiona se acercó gateando:
―Mish, Mish, Mish…
Y Sílice le arañó la cara. Ni lo vio venir.
Fiona fue corriendo al baño a lavarse la herida.
―¡Gato hijo de puta! ¡Gato de mierda!
El pómulo le sangraba. Se lo cubrió con una gasa y buscó a Sílice por cada rincón. Inútil: aquella maldición de gato no aparecía por ninguna parte.
De nuevo en la cama, Fiona no volvió a dormirse.




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