Premoniciones


Cuando Cristóbal cruzaba la calle, presintió un desastre: un Duna blanco iba a clavar los frenos para esquivar a una vieja que cruzaría sin mirar.
Un momento después, vio a la vieja, vio al Duna... y oyó la frenada. Todo exactamente igual a como lo había presentido.
Fue un instante tan ínfimo que no le dio tiempo ni de gritar.
Medio conmocionado, entró en el súper: agarró pan lactal, mortadela y un quesito. Cuando llegó a la caja, el chino pasó los productos por el lector. Y justo antes de que el valor total apareciera en la pantalla, Cristóbal supo que serían $93,70.
―Noventitré setenta, señó ―dijo Li.
A Cristóbal no le preocupó: adjudicó el hecho a su rápido manejo de las matemáticas.
Lo interesante empezaría recién el lunes siguiente.


Entró en el ascensor del trabajo y apretó el 5. Mirándose en el espejo, se acomodó la corbata y se peinó. El ascensor se detuvo. Antes de que las puertas metálicas se abrieran, Cristóbal supo que González iba a estar sacudiendo el dispenser de las galletitas, mientras que los boludos de Compras lo estarían alentando fervorosamente.
Oyó la campanilla. Las puertas se abrieron, y vio a González sacudiendo el dispenser de las galletitas, mientras que los boludos de Compras lo alentaban con el puño en alto:
―¡Dale, gordo, ganate las Melbas!
Cristóbal empezaba a preocuparse. Fue hasta su oficina, cerró la puerta, se sentó en el sillón y se restregó los ojos. Trataba de calmarse, pero sabía que la calma no duraría demasiado: unos segundos después entraría Anita con la agenda de esa mañana. ¿Lo sabía porque era la rutina de los lunes, o porque había tenido otra visión? Debía de ser otra visión. Si no, ¿de qué otra forma sabría que Anita tendría puesta la pollerita azul que a él lo volvía loco?
Anita entró cargando agenda y papeles…, y contoneándose dentro de esa pollera azul que debería declararse ilegal. Cristóbal se asustó tanto que no le dedicó a ese culo el detenido examen que se merecía.
―Hola, jefe ―susurró Anita con voz de trola.
―Ahora no, por favor.
Anita chasqueó la lengua y taconeó hasta su escritorio.
Cristóbal prendió la computadora y buscó en internet: “ver las cosas antes de que pasen”.
“Déjà vu” se llamaba el fenómeno. Lo más científico que encontró decía que era una sensación y no algo real: una ínfima diferencia de velocidad de percepción entre los hemisferios cerebrales.
Qué sensación ni sensación: él podía ver las cosas antes de que ocurrieran. Y cada vez con más antelación. Cerró Google, y lo recorrió un escalofrío al darse cuenta de que todavía no había prendido la computadora. Lo había visto todo sin buscarlo.
Se levantó de golpe empujando el escritorio, se tropezó con la silla.
¿Por qué tenía visiones? ¿Estaría soñando? Saltó de la silla al piso para ver si volaba, se pellizcó, y comprobó que aquello no era una pesadilla. No entendía qué le pasaba ni por qué, pero quizá no fuera tan malo.
Dio vueltas por la oficina. Se detuvo junto a la ventana. Suponiendo que aceptaba que todo aquello fuera real, ¿qué tan adelante podría ver? Se planteó un desafío: prever la marca y el color de los autos antes de que pasaran.
Y acertó. Acertó siempre, y con cada una de las marcas y colores. Y hasta predijo que iba a pasar una Harley.
Cristóbal sonrió: aquello parecía más un don que una maldición. Si lo usaba bien.


Salió de la oficina y le dijo a su secretaria:
―Anita, hablá con Recursos. Deciles que me voy a tomar los días de vacaciones que me quedan.
Anita lo miró y abrió la boca como para decir algo.
―Vos deciles ―dijo Cristóbal―. Y deciles también que me lo deben por lo del contrato con los ucranianos. Va a estar todo bien.
―No, pero todo eso no importa. ¿Adónde vas?
¿Por qué Cristóbal tenía que darle explicaciones? Ella le gustaba; pero no dejaba de ser un filo, y nada más.
―Un tema familiar, Anita. Nos vemos a la vuelta.
―¿Pero cuándo volvés?
―No sé, dos semanas.
En realidad, si todo le salía bien, Cristóbal no volvería. Ese don le había venido de la nada, y de la misma forma podía irse. Mejor jugar a lo seguro, no fuese cosa de quedarse sin el pan y sin la torta.
No quería perder tiempo: así como estaba se subió al auto y se fue al casino.
Tenía sólo trescientos pesos en la billetera. Suficiente.
Pasó de largo las maquinitas y encaró directo a la ruleta.
Pidió color, y empezó jugando con fingida timidez. Ganaba mucho, pero también buscaba perder algunas veces: así, nadie sería capaz de probar que estaba haciendo trampa. Al rato, ya se arriesgaba a apostar plenos: esperaba hasta el último momento cuando el crupier cantaba “No va más”, y tiraba en el paño entre tres y cinco fichas.
Jugó en varias mesas, ganó en todas. También pasó por el punto y banca, el póquer y el blackjack. A los dados no jugó; no porque no adivinara que números saldrían, sino porque no le atraían tanto.
Anochecía cuando salió del casino. No temió que fueran a robarle los trescientos cincuenta mil que había ganado: se vio en el auto llegando a su casa sano y salvo. Confió en la visión y no tentó a la suerte cambiando el recorrido.
Cenó, y después tardó en dormirse: miles de planes se acumulaban en su cabeza.


Una ruleta, giraba.
La bola caía en diversos números.
Se vio festejando.
Alzaba la vista: no era el mismo casino de la noche anterior.
Cristóbal se despertó confundido: ¿acaso se habían acelerado más sus visiones? Por las dudas, se anotó los números que saldrían en la ruleta.
Se lavó los dientes, y sin desayunar se fue hacia ese otro casino: el que había visto en su sueño, lo identificó por la fachada.
Jugó y ganó. Evidentemente sí se habían acelerado las visiones. Ver tan adelante complicaba su tarea: recordar todos los números, y en orden, no era tan fácil como sonaba. Pero con esfuerzo podría seguir viviendo gratis.
Al mediodía, paró en el bar del casino para almorzar: ojo de bife con papas fritas, y un oneroso Merlot cosecha tardía. Vio una rubia de vestido rojo, de esas que siempre son arrastradas por un viejo canoso forrado en guita. Se vio besándole el cuello, desnudándola. Cristóbal le prestó más atención, ella le sonrió desde la punta de la barra y él alzó la copa. También vio que eso sucedería de noche: sólo debía esperar.
Durante la tarde, en la ruleta y en los naipes ganó más plata.
Cuando ya no le entraban más fichas en el bolsillo, se acercó a la rubia. Le preguntó el nombre ―Rubí―, y la tarifa. Aceptó el precio y se la llevó a un hotel.
Hacía tiempo que no cogía con una verdadera profesional. Anita tenía lo suyo, pero Rubí valía cada centavo.
Mientras se vestían, Rubí le preguntó:
―¿Siempre te va tan bien en el juego?
Cristóbal había estado medio día pensando la respuesta, y se había decidido por la inverosímil verdad. Aunque Rubí no le creería, le daría la razón:
―Veo las cosas antes de que pasen. Veo qué número va a salir. No le pifio jamás.
―Qué aburrido.
―¿Vos me ves muy aburrido a mí?


Esa noche, Cristóbal no durmió bien: en la pesadilla, él daba vueltas por el living de su casa; le costaba moverse, se sentía cansado, le dolían las rodillas y las piernas. Al rascarse la pera, notó una barba muy larga y despareja ―y él no usaba barba―. Y, cuando se miró la mano, la vio amarillenta y arrugada.
Se despertó aterrado. Faltaba para que amaneciera, pero no pudo dormirse. Se concentró en ver a qué números jugarle, aunque sólo volvía ―soñando despierto― a aquellos dolores y a aquella mano anciana.
―Bueno ―dijo minutos después frente al espejo del baño―, parece que los superpoderes duraron poco.
Durante ese día, recorrió varios bancos y abrió cajas de seguridad: ya no le entraban tantos billetes en los muebles. Invertiría una parte en casas y en autos, y con el resto viviría como un rey. Lo que no haría por nada del mundo sería volver a su vieja oficina. Lo lamentaba por Anita, quizá pudieran seguir encontrándose; pero ya no le interesaba tanto.
Pasó el resto de la tarde en un cabaret de Recoleta. Esas cuatro diosas que contrató hacían quedar a Rubí como a una monja de clausura.


Esa noche, las pesadillas se tornaron desesperantes: él temblaba en una habitación oscura y gris. Golpeaba y pateaba con furia la oxidada puerta de hierro, hasta que le sangraban los nudillos y los pies.
―¡No estoy loco! ¡Déjenme salir!
Los gritos lo despertaron. Se dio cuenta de que estaba pateando y arañando, enredado entre las sábanas. Se levantó como pudo y se metió en el baño. Se lavó la cara con agua fría y se miró al espejo: las facciones tensas, contraídas, la mandíbula apretada. Respiró hondo, se mojó la cara nuevamente y se obligó a estirar los músculos.
La pesadilla se iba desvaneciendo.
Cristóbal extrañaba las visiones: con ellas la vida era más segura, más previsible. Las pesadillas que las habían reemplazado eran un castigo demasiado severo.
Fue hasta el comedor y abrió los cajones de la cómoda: los fajos de billetes nuevitos seguían ahí, no habían sido un sueño. Y lo reconfortaba verlos. Tocarlos. Olerlos.


Pasó un mes despilfarrando parte de su fortuna: whisky, putas, merca. Los boliches lo mantenían eufórico: dormir le despertaba un terror indescriptible.
Porque ahora las pesadillas no eran más que oscuridad; pero no la calma oscuridad del descanso, sino una pesadez negra y asfixiante. No podía moverse, y sentía… sentía la boca desbordante de tierra, y larvas y gusanos arrastrándosele por la garganta y devorándole la tráquea y los pulmones y las tripas.
Se despertaba consumido. A veces se descubría sollozando, hablando solo. En sus ratos de conciencia aborrecía las visiones ―las visiones habían involucionado en esto―.  Y pensar que las había considerado un don.


No volvió al trabajo: se quedaba tirado en su casa. No tenía energía ni para comer.
En los mensajes del contestador, Anita sonaba preocupada. Él no respondía: temía que, si ella lo escuchaba en ese estado deplorable, viniera a verlo.
Después fueron sus jefes quienes lo llamaron. Al tiempo, le llegó el telegrama de despido. No se sorprendió.


Una tarde ―ya no sabía cuánto tiempo había pasado―, sonó el timbre. Él no le prestó atención, pero el timbre siguió sonando: ese chillido de mierda le perforaba el cráneo. Se tapó con un almohadón, pero lo seguía oyendo. Y después se sumaron golpes en la puerta.
Sin fuerzas ni para putear, se arrastró hasta la entrada y abrió apenas.
Anita. Obviamente.
―¿Cris…? ―dijo ella
Él se asomó. Y ella abrió los ojos bien grandes, sorprendida.
―¿Qué querés, Ana?
―Pasé varias veces ―dijo ella, como de memoria―. Pero no estabas, o no querías atenderme.
―¿Qué pasó?
―Tengo… tengo tus cosas en mi casa.
―Quedátelas. Quemalas.
Anita pareció reaccionar:
―Cristóbal, por Dios. ¿Qué tenés?
―Nada, ¿por?
―No te reconozco. Con esa barba y el pelo largo… ―Anita empujó un poco la puerta―. Y estás muy flaco. ―Se cubrió la nariz con la mano―. ¿Y hace cuánto que no te bañás?
Cristóbal se restregó la barba: ni se acordaba de la última vez que se había afeitado.
Empujando la puerta y al mismo Cristóbal, Anita entró en la casa. Al verlo de cuerpo entero ―andrajosos calzones, una urticaria sarnosa cruzándole el pecho―, dio un grito ahogado. Lo llevó hasta el baño, lo ayudó a desvestirse y lo sentó adentro de la bañera. Abrió el agua y lo dejó ahí, la mugre disolviéndose de a poco.
Desde aquel rincón, Cristóbal la miraba ir y venir con trapos, escoba y balde.
En un momento se quedó dormido. Cuando despertó, Anita estaba parada frente a él, con ropa de calle; la veía más hermosa sin todo aquel maquillaje y la ropa sensual y los tacos. Ella dijo:
―La casa ya está, ahora faltás vos.
Sacó un espejo y se lo puso a Cristóbal delante de la cara. Él casi se desmaya: estaba avejentado, barbudo, roñoso.
En silencio, dejó que Anita lo bañara, lo afeitara y le cortara el pelo: había comprendido todo.


―Las visiones nunca se fueron ―dijo durante la cena, de la cual no había probado un bocado―. Sólo se aceleraron.
Anita lo miró sin entender:
―Comé. Aunque sea un poquito. Te lo preparé con todo mi amor.
Recién al escucharla hablar, Cristóbal se dio cuenta de que Anita seguía ahí. Quiso agradecerle todas sus preocupaciones, pero por la angustia no le salían las palabras. Cuando ella se levantó con los platos, él fue hasta la cómoda. Sacó un fajo de billetes, lo dejó sobre la mesa y se fue a acostar. No se le ocurría ninguna otra manera de dar las gracias.
Soñó que flotaba. Que podía viajar por donde quisiera. Atravesaba puertas y paredes, y no sentía ni frío ni calor ni dolor. Voló rasando los océanos, incluso sintió en las yemas la frescura de la espuma que su mano hendía. Sobrevoló continentes hostiles. No había límites para su presciencia, ni límites para la violencia en esas tierras maltratadas. Recorrió ciudades devastadas por bombardeos. No encontró un solo rincón dominado por la paz. Vio a un soldado asesinando sin piedad a un niño indefenso. Vio a una madre resignada a morir de hambre, y a ver a sus hijos morir de hambre.
Se alejó hacia el cielo: quería huir de aquellas visiones, de la impotencia, de no poder ayudar.
Voló hasta la luna, y desde ahí observó las estrellas: un colosal gusano metálico se acercaba amenazante devorando todo a su paso sin discriminar planetas, lunas ni soles.
Se despertó angustiado, llorando a los gritos. Y fue Anita, su Anita, quien lo sostuvo en brazos.
―Es el fin del mundo ―dijo Cristóbal entre espasmos―. Pronto... muy pronto.
―Tranquilo ―dijo Anita acariciándole la cabeza―. Tranquilo. Ya vienen.
Colgado del cuello de Anita, Cristóbal fue hasta el living y se derrumbó en el sillón. Los cajones estaban abiertos y vacíos.
Intentó incorporarse, pero le fue imposible. Dijo:
―Anita, ¿qué hiciste con…?
―Tranquilo ―repitió ella cruzada de brazos, apoyada en la puerta. La pollerita azul le quedaba mejor que nunca―. Ya vienen... Ya vienen.
Cansado y confundido, Cristóbal volvió a dormirse.
Se despertó temblando en una habitación oscura y gris, con una puerta oxidada de hierro.
―¡No estoy loco! ¡Déjenme salir!