El compañero nuevo

1
Daniel
―el del turno noche―

Sonriendo me lo dijo el jefe, como si fuera una gran noticia:
―A partir de ahora, Daniel, usted no va a estar más solo: va a tener un compañero. La reglamentación establece que haya dos personas por guardia, incluso en el turno noche, ¿sabe?
Después me palmeó la espalda, como alentándome a que me pusiera contento.
―Bueno, señor ―respondí―. Si la reglamentación lo dice...
No creo que haya notado mi cara de orto: siguió sonriendo como si nada. Se paró en la entrada del archivo, las manos en la cintura. Sonreía como si estuviera disfrutando de un atardecer en el Caribe, rodeado de colombianas en bikini. Pero no: en mi hábitat no se amontonaban colombianas en bikini, sino viejas estanterías oxidadas, desbordantes de papeles sucios y carcomidos. Ondeaban las telarañas, correteaban las ratas, y mi humilde rincón apestaba a moho y a encierro.
El jefe hizo una mueca aprobatoria al aire, y se fue sin saludar. No llegué a preguntarle quién iba a ser mi nuevo compañero, pero era irrelevante quién fuera: el turno noche era para estar solo. Uno lo aprovechaba para leer, jugar con el celular, escuchar música fuerte. Cada tanto caía algún desubicado a interrumpir con solicitudes, pero había muy poco trabajo. Compartir mis noches con alguien más que las ratas me cagaba la vida.
Empecé a acomodar mis cosas en el escritorio de la guardia mientras los de la tarde ya se iban. Algunos me saludaban, otros preferían ignorarme. Les debía de resultar extraño que a un tipo le gustase trabajar solo de noche en una oscura mazmorra que todos conocían como archivo.
―Daniel, ¿cómo andás? ―me dijo el Chicho―. ¿Así que te pusieron un compañero, un tipo del otro turno?
El Chicho fue quien me enseñó a trabajar, me mostró los recovecos del archivo. Un cincuentón macanudo. Si me hubieran dejado elegir a un compañero, lo elegía a él. Igual, como preferir, preferiría seguir solo. Obvio.
―Ni idea de quién es, Chichito. Supongo que estará por llegar.
―Ah, así que no sabés quién es. ―Se puso serio―. Le dicen Coco. Varano es el apellido.
―¿El Coco Varano? Me jodés. ¿No tiene nombre de persona?
―Qué sé yo, Dani. Él siempre se presenta así, y nunca da explicaciones al respecto. ―Sacudí la cabeza: el tal Coco Varano ahora me caía peor―. Es un tipo rarito, pone nerviosos a todos. Por eso lo deben haber mandado a la noche.
―¿Me estás diciendo rarito? ―dije, jodiéndolo.
El Chicho se rio:
―Sí, Dani, por eso te vas a llevar bien. ―Noté que sonreía como un chico a punto de cometer una travesura―. Y la próxima vez que nos veamos, me contás si mi teoría es cierta.
―¿Qué teoría?
―Creo que es un reptiliano.
―¿Eh?
―Nada, una boludez. Me regalaron un libro que habla sobre eso. Es muy gracioso, porque los que creen en semejantes carajadas lo piensan en serio.
Se descolgó la mochila, la abrió, buscó algo. Sacó un libro de tapa negra decorada con unos círculos y una lagartija. No: un camaleón.
―¿La conjura de los reptilianos? ―dije mirando el título.
―Te lo dejo, Dani. ―Se colgó otra vez la mochila―. Vos tenés más tiempo. Cuando lo termines, contame.
Y se fue. Guardé el libro, no lo necesitaba: yo ya tenía mi noche bien armadita. Y para colmo en cualquier momento aparecería el Coco Varano.
Ojalá que no hable hasta por los codos, me dije. Es que no me gusta que me rompan las pelotas con boludeces. Y la gente… Cómo le gusta romper las pelotas con boludeces a la gente.
Pensé en hacer mi clásica recorrida por el archivo, pero preferí esperar a mi compañero nuevo, así se iba acostumbrando. Nos íbamos acostumbrando. Pero todavía no había llegado, y ya me estaba alterando la rutina.
Estaba a punto de mandarlo a cagar y de hacer el recorrido como lo hacía siempre, justo cuando un tipo de traje negro y anteojos oscuros apareció en la guardia. Aparentaba unos veinticinco años. No era ninguno de los que me traían solicitudes urgentes, así que debía de ser el nuevo.
―Hola ―dijo con altanería―. Usted es Daniel. ―No lo preguntó: lo afirmó―. Yo soy el Coco Varano.
Puse mi cara menos inamistosa y me presenté. Sin que me pregunte nada, le conté que yo vivía solo en un monoambiente alquilado, que no pensaba casarme jamás y que me gustaba trabajar de noche. “Y solo” estuve por agregar, pero cerré el culo a tiempo. El estúpido ni siquiera asentía, no interpretaba mis declaraciones como una invitación a que me cuente algo de él. Simplemente, se quedaba callado.
Me cansé: sólo pude sacarle con tirabuzón que vivía cerca de algún arroyo. Gran dato, pelotudo.
―Todas las noches ―dije cambiando de tema, para no putearlo―, lo primero que hacemos es recorrer el archivo.
―Ajá.
―Si los de la tarde dejaron algo desacomodado, algún papel fuera de lugar, o no barrieron, lo asiento en el libro este que ves acá. Los mando bien al frente de una. Así los de la mañana no me pueden achacar nada a mí. Que se haga cargo el que se manda el moco.
―Ajá.
¿Ajá? ¿Eso es todo lo que tenés para decir? Pelotudísimo.
Agarré la linterna y entramos en el archivo.
―Te preguntarás por qué hay tan poca luz, ¿no? ―Y lo miré, expectante. Él me devolvió la mirada―. Los de Mantenimiento son unos pajeros, siempre dicen que van a venir a cambiarlas, y nunca vienen.
Ya adentro, alumbré el techo.
―¿Ves? ―dije―. Hay que revisar las goteras, sobre todo cuando llueve. Si cae agua, le metemos un balde y seguimos.
―Ajá.
No había ninguna gotera ahora, pero dudo de que me hubiera hecho caso: seguramente habría mirado cómo yo ponía el balde.
Seguimos la recorrida hacia la parte más vieja.
―Acá está lleno de telarañas ―dije―. Lo bueno es que en el verano se comen los mosquitos. Es todo un ecosist...
Una rata nos pasó corriendo por entre las piernas. Noté que el Coco Varano se ponía tenso.
―No pasa nada ―dije―: nos tienen más miedo ellas a nosotros que nosotros a ellas.
El tipo me miró fijo, y por primera vez noté en él un atisbo de expresión: se mojó los labios, tragó saliva y mostró los dientes como queriendo sonreír.
―Ajá.
Terminamos la recorrida y volvimos a la guardia. Yo ya me lamentaba de tener que pasar todas las noches junto a semejante idiota. Ajá, y la puta que te parió.
Encima de todo, fue una noche laboralmente aburridísima: vinieron pocas veces a romper las pelotas. Cerca de la medianoche, el Coco Varano me dijo que se iba a recorrer el archivo. Yo sabía que era al pedo; pero por fin mostraba algo de voluntad, así que no lo retuve. De paso aproveché para quedarme un rato solo, sin ese infumable.
Por suerte tardó en volver, y después se sentó a leer un libro que sacó de un bolsillo del saco. El libro era de tapas duras, forrado en papel araña amarillo.
Ya llevaba un rato leyendo. Lo miré de reojo un par de veces: el Coco Varano seguía su lectura con el dedo, como si las oraciones fueran a desalinearse si no las marcaba una a una.
Llegó la mañana, y nos fuimos cada uno para nuestras casas.


Dormí hasta bien entrada la tarde. Al revisar mi bolso, encontré el libro que me había dado el Chicho: La conjura de los reptilianos. Sonriendo, me puse a hojearlo.
El autor, Frank Hatem, afirmaba desde las primeras páginas que el mundo está dominado por una raza superior: los reptilianos. Secretamente, estos reptilianos controlan los gobiernos más importantes del mundo. La mayoría de los actores y cantantes más populares son todos reptilianos: Rihanna, Ricky Martin, las Kardashian y posiblemente Brad Pitt, aunque este último no está confirmado. También se sabe de algunos deportistas: Usain Bolt, Michael Phelps, Dennis Rodman, entre otros. No hay pruebas de todo esto: los mismos reptilianos que controlan el mundo ―Obama, Putin, el Papa Francisco― se encargan de ocultarlas.
Estos especímenes se mezclan entre la gente, pasan inadvertidos: tienen la habilidad de cambiar de forma. Son metamorfos.
―Reptilianos metamorfos ―dije, con una sonrisa.
Cuando llegué al capítulo 4, ya no sonreía. El libro detallaba las características de los reptilianos, y yo me asustaba cada vez más:
Suelen responder sólo lo que les interesa, o nada en absoluto.
No quieren que sus conocidos se conozcan entre sí, para poder valerse de su don de metamorfosis y mostrarse distintos con unos y con otros.
- Carecen de emociones: son robóticos y fríos.
- Son crueles, y sólo quieren salirse con la suya: son capaces de perpetrar cualquier crimen con tal de llegar a la cima.
- No les gusta el sol, y prefieren habitaciones frías y oscuras.
- Se consideran superiores a los humanos. Muy superiores.
Me leí medio libro. Y quería seguir leyendo, pero había llegado la hora de irme al trabajo. Podría haberme llevado el libro, pero no quería que el Coco Varano lo viera. ¿De verdad pensaba que él…? No, era una locura.


La guardia de esa noche no fue muy diferente de la primera. Sólo que esta vez me dediqué a observar disimuladamente a mi compañero. No es que buscara en él características reptilianas: aparecían. Y aparecían solas, como obviedades escalofriantes: el Coco Varano llenaba el formulario completo.
Ya en casa, ya en la cama, no podía dormirme. Después de devorarme el libro, me convencí: debía cuidarme de mi compañero.
En las guardias siguientes, el Coco y yo fuimos encontrando nuestra rutina: nos hablábamos poco y nos ignorábamos mucho. Él, porque a todas luces se consideraba superior; yo, simplemente porque le tenía miedo. Obvio que intentaba no demostrárselo: siempre me comporté de lo más amistoso.
En algún momento de la noche, él se iba a recorrer el archivo. Y cada recorrida duraba más. Al volver estaba sudado y oloroso. Cualquiera creería que el tipo entrenaba o corría por el archivo, pero el hedor es una característica más de los de su raza: cuando comen carne, exudan un olor nauseabundo. Y además yo notaba que, poco a poco, la población de ratas disminuía. Dos más dos son cuatro.
Una tarde llegué un poco más temprano y me crucé con el Chicho. Le conté que había leído el libro y que me había gustado mucho. Se rio y me dijo:
―Quedateló, pibe. Es pura fantasía para conspiranoicos.
Eso es justo lo que los reptilianos quieren que creamos, pensé.
No me iba a poner a discutir, tenía una idea mejor: probarle al mundo la existencia de estos seres malignos. Si desenmascaraba al Coco Varano, la humanidad se ocuparía del resto.
Desde esa misma noche, me mostré más amistoso con él. Quería hacerle creer que empezaba a caerme simpático; debía ganarme su amistad, me gustase o no. Le hacía chistes, le pedía consejos; y a pesar de que sus respuestas me resultaban irrelevantes, le mentía que él era un gran tipo y un buen amigo. Así pasamos meses de cordial hipocresía.
Después arranqué con la segunda etapa: convencerlo de que viniera a casa a tomar algo, a charlar. Él se negaba sin meter excusas. Yo seguía insistiendo, pero no lograba ningún avance.
Llegó mi cumpleaños: la excusa perfecta. Esa noche me mantuve distante, fingí sentirme muy triste. Él no preguntó, pero igual yo le conté que no tenía con quien festejarlo.
―Vos sos mi único amigo, Coquito ―dije―. Vení un rato a casa, después del turno.
Mi actuación debe de haber sido brillante: su cara indicaba tedio, pero igual asintió. Los reptilianos son maestros en esto de mezclarse entre la gente: por más que no sientan empatía, negarse ante requerimientos tan tristes como el mío podría dejarlos al descubierto.
A la mañana nos fuimos a mi casa. Yo había dejado todo listo: las tazas de té para el desayuno, y la torta ―con velas plateadas― recubierta de chocolate y rellena de dulce de Clonazepam con finas hebras de Rivotril.
Brindamos por la amistad, y a los pocos segundos el Coco ―Coquito, para los amigos― cayó desplomado de cara a la mesa.
Le até las manos, lo amordacé y le encadené una pierna a la estufa. Sólo debía esperar a que se transformara.


2
Doña Celia
―la del 4°B―

No tengo ningún problema en declarar, oficial. Pero lo que yo vi y oí no concuerda con lo que ustedes dicen.
Todos los días, a eso de las siete de la mañana, yo oía la puerta del ascensor: era mi vecino Daniel, que volvía de trabajar. Pero esta semana hubo un cambio: Daniel no llegó solo. Me asomé por la mirilla y vi que lo acompañaba un muchacho joven como él. Joven y buenmozo.
Primero pensé que era un amigo del trabajo. Cuando oí los primeros golpes, supuse que Daniel era medio rarito, y que estaban… Bueno, usted sabe: haciendo... eso. Ya sabe que la juventud de hoy tiene la cabeza quemada con las cuarenta sombras del gay. Igual, lo que vino después se me hace confuso, no le encuentro explicación. Nunca lo hubiera pensado de Daniel.
¿Qué? Ah sí, que me circunscriba a los hechos.
A media mañana, salí a hacer las compras. Pasaba delante del departamento de Daniel, y no pude contenerme: retrocedí sobre mis pasos y pegué la oreja a la puerta. Me pareció que estaba ordenando, o algo así: movía muebles, qué sé yo. Recién a la tarde fue que volví a pensar en algo sexual ―disculpe si me pongo colorada; pero, a mi edad, imagínese―. Oí ruidos fuertes, y a alguien que gritaba como si le hubieran tapado la boca. Daniel le pedía que se callase. Ahora que lo pienso, no era un pedido cariñoso. Pero yo prefiero no meterme, vio.
Desde mi balcón puedo ver un poco de su ventana, así que me asomé: Daniel iba y venía, hablaba con alguien más bajo o que estaba sentado. Yo no llegaba a entender la conversación, pero se lo veía enojadísimo.
Cuando salió para el trabajo, me asomé al pasillo y lo saludé; de curiosa nomás, para ver qué me decía. Él es bastante hosco, pero esta vez lo noté más tenso que nunca.
―Hola ―le dije.
―Hola, Celia.
―¿Todo bien, querido?
Mirándome fijo como si quisiera ojearme, se me fue acercando despacio.
―¿Por qué lo dice?
―No, nada. ―Me dio miedo―. Preguntaba nomás.
―Ajá. ―Ya estaba abriendo la puerta del ascensor―. ¿Usted bien?
―Sí, Daniel, sí. Que tengas un buen día.
Esperé hasta que el ascensor llegó a planta baja. Ya sola, me puse a escuchar detrás de su puerta. Golpeé, pero nadie respondió. Estaba muy segura de que el muchacho joven se había quedado con él todo el día: no lo había visto salir.
Estuve muy atenta durante el resto de la noche; me quedé levantada, ya sabe, para vigilar. Nunca se prendió la luz: seguro que el muchacho se había quedado durmiendo. Seguro.
Cuando Daniel volvió a la mañana, abrió la puerta de su casa y escuché bien clarito lo que dijo:
―¿Seguís disfrazado?
Y ahí me puse más estricta con la vigilancia. Algo raro estaba pasando, oficial. Y lo que vino después no concuerda con lo que ustedes andan comentando por los pasillos.
Sí, disculpe, continúo: hice guardia en el palier. Por suerte, Daniel no se avivó. Si no, no sé lo que me hubiera hecho. Apoyé la oreja contra la puerta:
―En el trabajo preguntaron por vos ―le decía Daniel al otro, la voz se escuchaba lejos: creo que estaban en el baño―. Y les dije que no tenía ni idea.
No hubo respuesta, o al menos yo no la llegué a oír. Después de un rato volví a escuchar a Daniel:
―Abramos la ventana, que te entre un poco el sol… ―Silencio―. No te gusta el sol, ¿no? Mejor.
Yo no sabía qué hacer. Daniel siempre fue muy correcto, por eso no lo denuncié: si me equivocaba, iba a quedar como una vieja chismosa, y nada más lejos de mí.
―¿Por qué sos tan pasivo? ―dijo al rato―. Intentá defenderte, mostrate tal cual sos.
A la tarde me volví a mi casa. Tenía miedo de que, al salir para el trabajo, Daniel me descubriera.
Cuando se fue, otra vez traté de escuchar y volví a golpear y toqué timbre. Nadie contestó. Hasta dudé de si me estaba volviendo chiflada.
El día siguiente fue parecido: Daniel le gritaba más fuerte, cada vez lo denigraba más. Insistía con eso de:
―Enojate, mostrate como sos. ―Y volvió a repetirle que en el trabajo estaban preocupados.
¿Que por qué no lo denuncié? Ya le dije que yo no soy ninguna chismosa, oficial. Y además, no estaba segura.
Recién al quinto día pasó algo diferente.
―Tenía que matarte de sed, nomás ―dijo Daniel―. Tu piel se empieza a escamar, por fin.
Ahí fue lo de las cadenas y los golpes, y hasta me llegó un gruñido. Y mientras tanto Daniel se reía a carcajadas como un loco.
―Tus pupilas están cambiando ―dijo cuando se calmó―. ¡Era hora, por fin! ¿Eso que te está rompiendo el pantalón es lo que yo creo que es?
Realmente me parecía todo muy raro, demasiado raro para ser cierto. Hasta pensé que Daniel estaba practicando para salir en alguna novela. No sé, oficial, yo pensé cualquier cosa.
Sí, sí, estoy llegando a lo que pasó esa noche. Qué impaciente este hombre.
Yo me había metido en mi casa para que Daniel no me viera, pero no se fue a trabajar. Con cuidado, volví a salir. Oí que abría la ducha. Por el tono de voz, lo noté contento.
―Cuando devele al mundo esta verdad ―decía―, ¡me voy a llenar de guita! Pero te necesito vivo, o no me van a creer.
Volvió a reírse como un loco, pero la risa se le cortó de repente. Después, un grito. Y ruidos de golpes, corridas, cosas rompiéndose. Y otro alarido.
Y ahí fue que corrí a mi casa y los llamé a ustedes.
Por eso, oficial, es que no me cierra su versión. Simplemente, no puede ser.


3
Subcomisario Esteban Collucci
―el de la 10ma―

El llamado fue de una vecina desesperada. Todos los días recibimos llamados de vecinas desesperadas: esas viejas locas tienen mucho tiempo al pedo y mucha imaginación. Lo mandé al cabo Ramírez: debía calmar a la chismosa esa, asegurarse de que no fuera nada, y volver. Rutina.
Cuando Ramírez me llamó desde el lugar de los hechos, la voz le temblaba; lo que contó parecía producto de su imaginación. Hice las llamadas correspondientes, y yo mismo me apersoné: debía comprobarlo con mis propios ojos.
No pude llegar más que hasta la puerta. Los forenses se estaban ocupando: todo era sangre, carne, tripas, y hasta me pareció ver un pie todavía calzado.
―Jefe ―me dijo Ramírez, que temblaba―, ahí se están por llevar al culpable. Estaba tranquilo, acurrucado en la bañera. Por las dudas, igual lo doparon.
―¡Hagan lugar! ―gritó un tipo con cara de extra de película, disfrazado de safari por el África, con sombrero y todo―. ¡Cuidado!
Cuatro tipos con ese mismo atuendo sacaron por la puerta a alguien medio envuelto en una sábana húmeda. Me acerqué un poco para ver mejor: no era alguien, era algo. Un algo grande, de piel oscura y escamosa. Garras tenía, y una cola larga que le colgaba hasta el piso.
―¿Qué carajo es eso?
Los tipos siguieron camino sin responderme. Ramírez sacó el celular y me mostró una foto:
―Se la mandé a mi compadre, es veterinario. Me dijo que es un Dragón de Komodo.
―¿El tipo tenía un dinosaurio como mascota? ¿A quién se le ocurre, Ramírez?
―Esa es una teoría. ―Ramírez se llevó la mano a la pera y alzó una ceja―. Pero para mí que se dedicaba al tráfico de animales: encontraron muchos somníferos. Seguro que lo tenía redopado al pobre bicho, y encadenado a la bañera con agua. ―Con gesto teatral, señaló hacia las manchas de sangre del piso―. Se ve que lo fue a alimentar, el animal se soltó y lo corrió al tipo por todo el departamento. Cuando lo enganchó… ―Ramírez hizo el clásico gesto de rebanarse el cuello―. Y después volvió tranquilito a meterse en la bañera.
―Puede ser, Ramírez. Puede ser. ―La teoría parecía acertada, pero yo no quería que ese cabo se creyera Columbo. Señalando las escaleras, pregunté―: ¿Te dijeron estos de Zoonosis adónde van a llevar al bicho?
La cara de Ramírez fue respuesta suficiente, igual agregó:
―No, señor. Pensé que usted sabía.
Bajé corriendo. Por el hueco de la escalera di la voz de alto: no me dieron pelota, aunque estoy seguro de que podían oírme.
Llegué a planta baja. Los tipos se estaban subiendo a un Mercedes negro, sin patente y con los vidrios polarizados.
La puerta del edificio se me cerró en la cara. Agotado de correr por las escaleras, golpeé el vidrio para advertirles de mi presencia. Uno de ellos ―el que parecía a cargo― me miró sonriendo y se sacó el ridículo sombrero, en señal de saludo. La luz del sol le dio de lleno en la cara. Aunque estaba lejos, podría jurar que las pupilas amarillentas se le estrecharon hasta formar dos finas líneas verticales.
Y sé que no puede ser, pero… Cuando pestañeó, juro por Dios que vi un tercer párpado.