V
Un ruido metálico la hizo saltar de la
cama.
Vio en la pantalla del celu que eran las
03:07. El ruido parecía provenir de la cocina.
Temblando, recién al tercer intento
logró ponerse las pantuflas. Con la respiración entrecortada, aferrándose a las
paredes, se asomó a la cocina.
Sílice engullía, torpe, los trozos de
pollo.
El gato más feliz del mundo, pensó Fiona.
Y entró en la cocina y se cruzó de brazos.
El gato se detuvo y la observó.
Ella le sostuvo la mirada.
El hijo de puta tenía el hocico y las
patas cubiertas de sangre.
―Preferiste ir a cazar en lugar de
aceptar lo que te ofrecía, ¿no? Pero al final arrugaste. Es más fuerte que vos.
¡Yo soy más fuerte que vos! ¡Yo mando, mierda!
Displicente, ajeno a toda puteada, Sílice
volvió a mirar el plato, lo empujó con una de sus patas delanteras y giró hacia
Fiona.
Avanzaba agazapado hacia ella.
Avanzaba más y más.
Fiona conocía esa actitud, esa mirada
asesina. La misma de su sueño: por más absurdo que resultase, en cualquier momento
se alzaría en dos patas.
Ella retrocedió, tocándose las heridas de
la cara aún sin cicatrizar. En medio de temblores, corrió a su cuarto y se
encerró.
―¿Qué me pasa? Estoy discutiendo con un
animal. ¿Me volví loca?
Se quedó ahí, y ya no hubo arañazos ni
susurros. ¿Se habría ido?
Por las rendijas de la persiana entraron
unos rayos de sol. Fiona se vistió y decidió ir al chalet de Magalí: tenía
miedo de que Sílice la atacara; estaba aterrorizada, mejor dicho.
Con mucho sigilo, abrió la puerta.
¿No había nadie?
Salió al comedor. Ni rastros del gato.
Agarró lo necesario ―llaves, la mochila―
y salió a la calle.
Camino a la avenida, se le ocurrió algo
horrendo: envenenaría al gato ella misma. Le cocinaría un irresistible y
sabroso pollito y lo condimentaría con algún raticida, valga la justicia
poética. Lo dejaría solo, para que muriera en paz ―¡revolcándose y cagando sangre!―, y luego haría lo más difícil: lo
enterraría en el jardín.
Le quedaban unos cientos de metros hasta
la avenida, y las luces de un patrullero y un pequeño tumulto a su derecha
llamaron su atención.
Se acercó a ver, y la interceptó un agente:
―Señorita, por favor, no se acerque más.
A Fiona se le aceleró el corazón.
―¿Qué hay? ―dijo.
Entre el cordón de policías y curiosos, logró
ver jirones empapados de granate.
—Qué pasó —insistió, como mejor pudo.
―Un animal —contestó el policía, monocorde―.
A lo mejor un puma.
Fiona lo esquivó, y apartó a empujones a
los morbosos y pasó bajo la cinta amarilla.
Y su sospecha quedó confirmada: aun desfigurada
y desgarrada en largas correas de carne, pudo reconocer a Magalí.
Y cayó de rodillas, en un grito mudo.
Mientras la llevaban a la morgue en un
patrullero, intentaron explicarle que, si bien no eran comunes esos ataques tan
cerca del casco urbano, cada tanto tenían algún caso.
Pero ella sabía la verdad: a Magalí la había
asesinado Sílice. El gato entendió que su amiga iba a sacrificarlo… y se le
adelantó. Pero no podía declarar semejante locura ante esos insensibles
milicos: la encerrarían en un calabozo. En un loquero, mejor dicho. “Un gato es
un gato”, le dirían. Tenía que esconder la verdad. Guardársela.
Magalí no tenía familiares cercanos, así
que la Policía le pidió a ella que reconociera el cuerpo. Obedeció. Sentía
culpa, mucha culpa: ella misma tendría que haberse ocupado del gato, no su
amiga.
Llamó a los compañeros de la facultad. No
les contó sobre Sílice. Todos se juntaron y despidieron a Magalí.
Fue un largo día de trámites y papeles
que firmó sin leer siquiera. Los amigos se iban yendo, volvían a lo suyo: fatalidades
aparte, al día siguiente rendían otro final.
Fiona dudó en presentarse. No, no se presentaría.
Con la cabeza en cualquier lado, le dio mil vueltas al asunto. Pero pensó en
Magalí, tan aplicada, y decidió que se presentaría lo mismo. Lo haría sólo por
ella, aunque la bocharan bien bochada.
Entre tanto dolor, no había tenido
tiempo de hablar con los viejos. Además, no quería revivir todo tan pronto, y
encima llorando a kilómetros de distancia. Además, su madre la obligaría a
volver ya mismo. Y además, si se negaba, era capaz de ir hasta ahí a buscarla.
Al final llamó. Y sólo les prometió que,
tras el último examen, iría a pasar unos días con ellos.
Recién ahí les resumiría tanta tristeza,
y se dejaría mimar por su mamá: las dos eran especialistas en mimar y en
dejarse mimar. Lo necesitaba.
Recordó que guardaba la llave del chalet
de Magalí. Se decidió a ir, y a la hora y media ya estaba entrando.
Dejó la mochila a un costado, y puso el
celular y las llaves sobre la repisa del hogar. Entonces no pudo más y lloró. Recorrió
la casa, llorando: no podía creer que su amiga ya no estuviera.
Entró en cada una de las flamantes habitaciones,
incluso en la cocina. Magalí había cumplido su sueño, y ahora no podía
disfrutarlo.
Ya en el baño, se lavó la cara. El agua
fresca la hizo sentirse mejor.
Y hubo un golpe hueco ―un sonido a
madera―, seguido de un ¡crack!
Se asomó a la sala. Lo primero que le
llamó la atención fue su celular destruido sobre el parqué. Levantó la mirada y
se le cortó la respiración.
Sentado sobre la chimenea, la cola
serpenteante, sus ojos brillaban con más fuerza que nunca.
―Hijo de puta…
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