IV
―¿Qué
pasa, amiga, que estás desaparecida?
Era
Magalí, por el celu.
―Estoy
estudiando. Tenías razón: no dan ganas de salir estando tan lejos. Ni siquiera
en una mañana tan linda.
―No
era para que te lo tomaras tan literal. Te va a hacer mal. Despejá un poco la
mente.
Fiona
le hizo caso a su amiga y fue a visitarla.
Magalí
alquilaba un departamento ínfimo en el barrio Flores, al suroeste de la ciudad.
―Está
lindo tu departamentito.
―¿“Departamentito”?
―dijo Magalí exagerando el tono de enojo, y enseguida sonrió―. ¡La mansión! ―Les
echó un vistazo a esas estrechas paredes, con ojos tristes―. Una cueva es; otra
que mansión. Si todo sale como espero, pronto me mudo.
―Está
lindo igual. Me gusta.
―Dejate
de joder, Fiona. ¿Me vas a decir qué te pasó en la cara?
―Ni
me hables. El gato.
―A
ver.
Fiona
contó lo que le había hecho Sílice. Magalí le limpió la herida, y con
profesionalismo veterinario le hizo un prolijo vendaje.
―Es
raro lo que me contás ―dijo, mientras guardaba su instrumental en el maletín―.
Ya llevan seis meses conviviendo. Ya debería haberse adaptado a vos y a la
nueva situación.
―¿No
tendrá rabia o algo así? Yo noto que se le está cayendo el pelo… Y te cuento
que está más grandote.
―Puede
ser por el cambio de estación. Igual, si querés, un día de estos saco el
pasaporte y me tomo un avión hasta tu casa.
―Dale,
sería genial ―Fiona le siguió la broma a su amiga―. Pero te comento que las
costumbres en mi región son muy diferentes.
Entre
chiste y chiste, volvió de buen humor. Le había hecho bien despejarse un rato. Aprovechó
para repasar antes de irse a dormir.
Durante
la madrugada se repitió la situación. Fiona se despertó, y vio que Sílice la
observaba desde la puerta. No intentó acercarse. Lo ignoró. Quería mostrarle
quién mandaba en esa casa, y lo enojada que estaba.
A
la noche siguiente ocurrió lo mismo. Y también la siguiente. Y la otra.
Le
redujo el alimento y dejó de regalarle las sobras. Era ridículo, bien lo sabía;
pero quería que le suplicara arrepentido.
Noches
después, todo se descontroló: en medio de la penumbra, Sílice se subió a la
cama…, y ahora se le acercaba sigiloso. Ella pensó ―quiso pensar― que venía a implorar el perdón, que en su idioma
gatuno le pediría que todo volviera a ser como antes. Entonces Fiona le haría
ver que eso era imposible. Que, a cambio de aquellos beneficios, él debía
entregarle ronroneos y cariño animal; el eterno contrato entre los gatos y los
seres humanos, que a veces los gatos respetan.
Fiona
salió de entre las sábanas. Y dijo, sobradora:
―¿Qué
pasa, gatito?
Sílice
se encogió, y tras un instante arremetió con garras y dientes contra la cabeza
de Fiona, y ella le encajó un instintivo manotazo en el lomo. El gato voló
contra la pared llevándose en las zarpas carne y piel de las mejillas. Gotas de
sangre salpicaron las sábanas y la almohada. Sílice gritó, cayó al piso y huyó de
la habitación.
Y
Fiona se largó a llorar.
Cuando
logró calmarse, fue hasta el espejo del baño. Un monstruo: la cara sangrante, hinchada.
Las heridas eran más profundas que nunca. Incluso podría necesitar sutura; pero
la asustaba salir sola, tan tarde. Se limpió lo mejor que pudo y cubrió con una
gasa los arañazos.
Por
la mañana habló con Magalí, quien tenía la habilidad de hacerla sonreír hasta
en los peores momentos:
―En
tres días, Fiona, tengo que dar el último final de veterinaria. Estoy hasta las
manos. Te prometo que después voy a tu casa y lo veo. Dentro de tres días, voy
a ser mucho más grosa que ahora.
Fiona
le escribió a Catalina y le contó, sin dar precisiones, lo mal que iba todo con
el gato.
Su
hermana le respondió que Sílice era especial, que ella le había avisado. Y
cerraba el texto diciendo: “Yo lo volví especial”.
¿Qué
le había hecho Catalina al gato? ¿Enseñarle a comer como un señorito?
¿Acostumbrarlo sólo a la comida gourmet? Si no hubiera aparecido ella, a los
pocos años Catalina hubiese terminado rodeada de gatos y bien loca.
Mientras
esperaba la visita de su amiga, Fiona se encerró para dormir. Sílice rascaba la
puerta del dormitorio, pero enseguida lo ignoró: eran ideas suyas; debían de serlo,
porque además oía susurros.
Estaba
sola, sentada en un banco en el medio del Aula Magna de la facultad. Era una
noche de insoportable silencio. Ella miraba alrededor, desconcertada. Cuando volvió
la vista al frente, descubrió, junto al pizarrón, a Sílice parado en dos patas.
Medía casi dos metros y la miraba fijo, con las orejas retraídas, como a punto
de atacarla.
Fiona
se despertó empapada en sudor. La aterrorizaba la idea de estar enloqueciendo.
Para
olvidarse de sus problemas domésticos se enfocó en los dos finales. El gato
colaboraba desapareciendo durante la mayor parte del día.
Tras
tirarle huevos y vinagre a Magalí, Fiona y sus amigos se fueron con cervezas y
una picada a “La mansión”. Dos horas de boliche, y a otra cosa.
―Ahora
que estamos solas… ―dijo Magalí saliendo del baño y frotándose la cabeza con
una toalla: se limpiaba los restos de ese engrudo amarillo que había empezado a
apestar―. Decime: ¿estos son los arañazos de la otra noche?
A
Fiona se le saltaban las lágrimas, y su amiga la abrazó.
―No
doy más ―dijo entre espasmos nerviosos―. No me deja dormir. Tengo miedo de que
me esté acechando atrás de algún mueble. Me rasca la puerta de la pieza a la
noche y… ―Fiona no quiso que Magalí pensara que ella se estaba volviendo loca,
y no siguió hablando.
―Tranquila,
amiga. No podés vivir así.
―¡Ya
lo sé!
―Acompañame
a un lugar, y después vamos a tu casa y lo reviso.
―¿Adónde
vamos?
―Es
una sorpresa.
Llegaron
a un chalet viejo, no muy grande y recién pintado. Magalí sacó unas llaves y
abrió.
La
casa estaba vacía, se olía la pintura. No había muebles, lámparas, adornos. Lo
más llamativo era un hogar a leña en el centro del comedor, con campana y todo.
Fiona miraba a Magalí, sin comprender.
―No
dije nada antes ―dijo Magalí―, por miedo a que se pinchase. Hace un año saqué
un crédito hipotecario. Me lo aprobaron hace unas semanas, y pude comprar esta
casita.
Fiona
se quedó con la boca abierta. Corrió a abrazar a su amiga.
―¡Te
felicito, qué buena que está! Me encanta.
―¿Viste?
Hay que hacerle unos arreglos, pero lo más groso ya está. Es mía.
―Que
día, eh. Todo junto. Tu último final y tu propia casa.
―Sí.
Todo… Hablando de eso, ¿vamos a la tuya?
Cuando
llegaron a lo de Fiona, buscaron a Sílice por toda la casa: revisaron bajo los sillones
y detrás de cada mueble. Desistieron al rato. Prepararon mate y se sentaron a ver
televisión. Mientras charlaban, Sílice las sorprendió ocupando el tercer
asiento. Las dos lo miraron.
―Así
que vos sos el famoso Sílice ―dijo Magalí, y se acercó.
―Cuidado
―dijo Fiona.
Magalí
le acarició la cabeza, y el gato le empujó la mano amistosamente pidiendo más.
Ella lo siguió acariciando, y el guacho ronroneó.
Es
conmigo, pensó Fiona. Gato de mierda.
―Es
cierto que tiene algunas áreas peladas ―dijo Magalí acariciándole el lomo―.
Quizás haya que reemplazarle el alimento, o suministrarle alguna vitamina.
Fiona
no disimuló su decepción. Era ridículo y se sentía mal, pero le hubiera gustado
oírla a su amiga diagnosticar que el gato tenía un tumor horrible y que se
moriría en un par de horas. En un par de minutos, mejor.
―Hubieras
preferido ―dijo Magalí, después de tomar aire― que te dijera que se iba a morir,
¿no?
―No.
Yo…
―No
te sientas mal. Yo soy veterinaria y todo lo que quieras, pero me parece que
las personas son más importantes que los animales. Vos sos más importante que
tu gato. ―Sílice la miró fijo, y Magalí se estremeció―. Hay algo raro en este bicho.
Además de lo del pelo, digo. Los ojos, la mirada…
―Yo
lo veo cada vez más grandote. Además le cuesta más trepar. Como si se hubiera
vuelto más torpe. El otro día quiso subirse a la mesada, calculó mal y se cayó.
Y al día siguiente le pasó lo mismo, queriendo subirse a la mesa. Cada vez que
le pasa, me río con ganas. Es mi pequeña venganza por los arañazos.
―Puede
ser que esté más obeso, nomás.
―No
sé, capaz que soy yo que estoy sugestionada.
―¿No
pensaste en regalarlo?
―No
puedo: mi hermana me mata.
Magalí
sacó la llave de su casa nueva y se la entregó.
―Tomá.
Estrená mi casa.
―No,
por favor ―dijo Fiona alzando los brazos como quien rechaza un regalo
cuantioso―. Es tuya. Es nueva.
―No
seas tonta, tengo otra copia. Tomá. Al menos hasta que des el último final. Vos
acá no podés dormir.
Fiona
agarró la llave.
―Gracias.
―Ni
me avises. Si la necesitás, vas y listo. Nadie te va a joder. Nadie más sabe
que la compré.
―Okey.
Gracias, Maga, de verdad. Sos una amigaza.
―Bueno,
me voy. Tengo que ordenar un poco la mansión y empezar a guardar cosas para la
mudanza.
―Te
pido un remís.
―No,
dejá, dejá ―Magalí habló repentinamente apurada―. Por la avenida pasa un
colectivo que me deja en la esquina. ―Echó a su alrededor un vistazo aprensivo,
como para cerciorarse de que el gato no la siguiera―. No me va a hacer mal
caminar un poco.
―Bueno,
te acompaño.
Fiona
no quiso abusar de la confianza de su amiga, y esa noche no fue a dormir a la
casa nueva. Pero se arrepintió: los arañazos a la puerta y los susurros fueron
insoportables.
Cuando
por fin logró dormirse, volvió a soñar que la habían dejado sola en la
gigantesca aula. Era el día del examen. Otra vez, Sílice se erguía junto al
pizarrón.
Y
era muy alto.
Y
la miraba fijo.
Y
levantaba la pata izquierda ―un brazo humano, aunque peludo y con filosas
garras― y arañaba el pizarrón hasta sacarle sangre. A Fiona el áspero chirrido le
erizaba la piel, la obligaba a cubrirse los oídos con la almohada. Otra vez se
despertó. Otra vez envuelta en un sudor helado, el corazón a mil.
No
bien despertó, aunque aún era de madrugada preparó un bolso y huyó al chalet. Ya
amanecía cuando el remís la dejó en lo de Magalí.
Por
la mañana compró un colchón, que pensaba dejarle a su amiga de regalo cuando
volviera. Sin televisión ni distracciones, podría estudiar tranquila. Igual durmió
mucho: lejos de Sílice, se sentía un tanto relajada.
Dos
días después, rindió el primero de los dos finales. Un 9,75.
―Es
mi casa nueva ―le dijo Magalí―, te tira buena onda.
―Lástima
que tenga que volverme. No le dejé bastante comida.
―¿A
quién? ―Magalí le guiñó un ojo―. ¿Te conseguiste un culiáu?
―Al
gato digo, boluda.
―Ah
sí, el gato. Respecto al gato, estuve buscando en mis libros. Y no encontré
ninguna enfermedad que responda a los síntomas. No hay literatura.
Fiona
suspiró, chasqueó la lengua.
―No
sé qué hacer. Incluso tengo miedo de estar en mi propia casa.
―Eso
no tendría que ser así. ―Magalí se acercó, le cruzó un brazo por encima del
hombro, y en tono de confidencia, dijo―: Creo que deberíamos sacrificarlo.
Fiona
la miró: hablaba en serio.
―Una
pequeña inyección, vos viste. ―Magalí sostenía una jeringa imaginaria, apretaba
el émbolo―. ¡Páfate! Se duerme, y sin dolores. Y nunca más despierta. Y no te
jode nunca más el gato de mierda este.
Fiona
pasó esa noche en el chalet, pensando y pensando. Recién a la mañana siguiente
volvió a su casa.
Sacrificar
al único ser vivo que había llegado al corazón de Catalina ―además de ella
misma― era una crueldad. Por otro lado, su hermana no tenía por qué enterarse.
Accidentes pasan todos los días. Podía mentirle.
A
pocos metros de la puerta, un olor nauseabundo ―¿Sílice se habría muerto de
hambre?― la obligó a cubrirse la nariz.
Entró
con cuidado. Pisó algo blanduzco que la hizo resbalar. ¿Tan rápido se pudre un
cuerpo?
Prendió
la luz y se encontró con un tendal de
cadáveres de animales: ratas y pájaros despellejados. Había sangre y vísceras
en los rincones y salpicaduras en las paredes. Cientos de moscas se hacían un
festín. Sobre su cama, además, Sílice le había dejado un regalo especial salido
de sus entrañas.
Lo
primero que pensó fue en llamar a su amiga. Pero ya la había hecho ir hasta
ahí toda una tarde. Y para nada.
Encima,
Magalí estaba mudándose, no podía seguir molestándola por cualquier cosa. Limpiaría,
y después vería cómo seguir.
Sin
poder dejar de temblar, echó lavandina y desinfectante, revisó cada mueble. No
fuera cosa de que el gato anduviera acechándola.
Terminó.
Todo se veía reluciente, aunque la fetidez se había impregnado ―¿o lo percibía
solamente ella?―. Por las dudas limpió otra vez.
Mientras
fregaba la pared del comedor, de reojo percibió un movimiento en una de las
ventanas. Ese gato de mierda venía a reírsele.
Despacio,
muy despacio, Fiona agarró lo que tenía más a mano: el florero de cerámica.
Giró y se lo revoleó al intruso, y el florero se estrelló contra el marco de hierro
de la ventana, y un pajarito azul echó a volar.
Harta,
llamó a Magalí:
―Hagámoslo,
liquidemos a ese hijo de puta.
Magalí
le prometió ir esa misma tarde.
Una
vez que acabaran con el gato, ella le escribiría a Catalina. Eligiendo las
palabras, le mentiría que Sílice había sido víctima de alguna extraña
enfermedad, y que los mejores veterinarios no habían podido salvarlo. Si
aquella pedía de ver el cuerpo, ya le inventaría cualquiera.
Llamó
a los viejos y les contó que había rendido bien el primer final.
―Pasado
mañana ―dijo― tengo el otro.
No
les habló de su angustia con aquel demonio. A su madre, todo lo referido a la
pobre Catalina le importaba tres carajos, y el buenazo de papá querría
convencerla de detener el innecesario sacrificio. ¡Otra que innecesario sacrificio!
¡Una hecatombe se merecía ese hijo de puta de Sílice!
Fiona
no quería dudar: si lo pensaba dos veces, no lo sacrificaría.
―Así
arranco mi vida profesional como veterinaria ―dijo Magalí apenas llegó―.
Asesinando a un gato.
Fiona
agachó la cabeza.
―No
me lo digas así, porque me arrepiento.
―No.
Nada que ver. Vos, que vas a ser psicóloga, pensalo de este modo: el gato es
agresivo porque sufre. Intentaste todo para hacerlo feliz. No pudiste. Él no te
dejó, entonces terminamos con su sufrimiento de otra manera.
―Lo
odio, pero a la vez me da lástima.
―¿Dónde
está? ―Magalí se inclinó, pispeó alrededor.
―No
lo vi en todo el día. ―Fiona se alzó de hombros.
Vieron
por televisión El retrato de Dorian Gray,
charlaron y comieron. Del gato, ni noticias. Salieron a buscarlo, lo llamaron.
Fiona lo veía detrás de cada arbusto.
Sarteneó
unas irresistibles pechugas de pollo y se las dejó en su escudilla, pero el
gato seguía sin aparecer.
―¡Mirá
la hora! ―dijo Fiona señalando el reloj―. Te hice perder todo el día.
―No
me hiciste perder nada ―contestó Magalí, sincera―. La paso bien con vos. Me
quedo un rato más. Siempre decís que aparece de noche.
―Para
rascarme la puerta ―Fiona arañó el aire―. Gato hijo de puta.
―Si
no aparece, en un ratito me voy, y mañana probamos. No puede desaparecer para
siempre.
Tampoco
puede sospechar nuestros planes, pensó Fiona.
Pero
se calló la boca.
Cerca
de la medianoche, Magalí se despidió. Fiona vio cómo se levantaba las solapas
del abrigo, seguramente por el aire nocturno. Ahora recorría el camino hasta la
avenida.
Al
entrar de nuevo en la casa, la imaginó pensando en lo mismo que ella: Sílice
acechaba en las tinieblas.
Se
dio una ducha y se fue a dormir.
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