Aparicio bajó de la Hilux su cuadro más reciente, cruzó la
calle y entró en la Galería SAT ―Suipacha|Anchorena|Thomas―. Margherite tardó
demasiado en recibirlo, y él recordó que la última vez también había tardado
demasiado. El viejo truco de los galeristas y de los editores y de toda la
gente con capacidad de ejercer poder.
Finalmente apareció Margherite, y a modo de disculpas dejó en
claro que aquella espera era inadmisible para un artista tan convocante. Y
explicó:
―Ay, no sabés. Justo estaba en
conversaciones con un nuevo escultor ugandés que la viene rompiendo. Todo lo
africano garpa, y más ahora.
Cuando se conocieron, Margherite empezaba a ser bastante
mediática en el mundo del arte. Y, con los años, sus palabras sinceras y
solemnemente admirativas se fueron volviendo cada vez más falsas y
grandilocuentes. Aparicio sonrió y le dijo que en la trastienda tenía algo para
mostrarle.
Ya a solas, sacó del bolsillo su Endura Zome. Al abrirla, Margherite
dio un respingo:
―Qué vas a hacer con esa navaja.
Aparicio cortó las cuerdas y los papeles que protegían el
cuadro.
―Mi más reciente obra ―dijo, y mostró un lienzo cruzado de
pinceladas frías y cálidas, óleo y témpera y carbonilla y papel de diario.
Margherite hizo una mueca que bien podría haber sido una
sonrisa, pero más pareció que se sacaba comida de entre las muelas del fondo.
―Guau, Apar, espectacular como siempre.
Ni la miró en detalle, ni le hizo alusión a su estilo artístico
ni a sus influencias. Nada de “Muy Pollock”, ni “Cuanta fuerza en los trazos”, nada:
fue al escritorio y se puso a llenar los papeles. Hasta hubiera preferido un
honesto “Te estás poniendo repetitivo”.
―La vas a exponer ―dijo, tratando de sacarle un poco de
información a Margherite, quien le respondió, sin levantar la vista del papel:
―Ahora tenemos un par de exposiciones privadas, esta misma
noche hay un evento multiespacio. No puedo poner esto en la sala 1 ―con el
pulgar señaló el cuadro “espectacular”―, pero vamos a colgarlo en la 2. Ni bien
termine la temporada de eventos, la mudamos. ―Miró de nuevo a “esto”―. Aunque,
para lo que va a durar…
―¿Cómo?
―Es que la gente a mí me compra cualquier cosa.
Le dio el recibo, y Aparicio firmó, y a los pocos minutos ya
estaba subiendo a su camioneta.
Los auténticos artistas somos obsesivos, se dijo, ya en su
estudio y parado en medio del lienzo vacío, una superficie blanca de dos metros
por tres. Y es que no le surgía ni una idea: el desinterés de Margherite por su
obra lo había dejado en blanco.
―Y además somos inseguros ―dijo en voz alta, y se la imaginó
sacándole el cuero con sus colegas galeristas, burlándose de su arte. Y así
estuvo varias horas, sin poder pintar nada de nada.
Se cansó del bloqueo y salió hacia la galería, dispuesto a
que le devolvieran su obra. Se la llevaría a otro, o la vendería él mismo por
internet.
Pero cuando llegó vio que había una exposición de arte
contemporáneo. Rebalsaba de pendejos vestidos como náufragos o prisioneros de
guerra, y las obras expuestas no había forma de describirlas. Basura, fue lo
primero que se le ocurrió a Aparicio, y también lo segundo. De hecho, había una
obra que era una bolsa de consorcio izada en un mástil. “Mi única y verdadera bandera”
la habían titulado, y todos aquellos peladitos con barba, y todas esas flacas
con flequillos desparejos y enormes anteojos de carey la admiraban y la
elogiaban poniendo cara de eruditos, como si se tratara de “La noche estrellada”,
o de cualquier otra genialidad en serio. Aparte, ninguno parecía advertir que
eso no era una bandera, sino un estandarte ―en el mejor de los casos.
Abriéndose paso entre tanta frivolidad, Aparicio huyó hacia
la salida. Pasó junto a Margherite, que por suerte no lo vio: él quería salir
de ahí cuanto antes, usar en su estudio toda esa bronca acumulada.
Y llegó y se puso a tirar pintura sobre la tela, colores
fuertes y colores claros, y se revolcó encima y rasgó las capas de pintura más
superficiales, dejando surgir lo de más abajo. Y siguió rasgando hasta que le
dolieron las manos y tiró más pintura y volvió a rasgar como un poseso.
No podía detenerse, siguió y siguió y le salieron ampollas y
se le estallaron las ampollas, y la sangre cayó sobre la tela, y él la
entremezcló con la pintura, y chorreó más sangre hasta que cayó agotado encima
de su obra.
A la mañana siguiente, tuvo que despegarse del lienzo. Lo
más duro fue el ensangrentado dorso de su mano, que había quedado fuertemente
adherida: al despegarla volvió a sangrar. Se levantó, fue al lavatorio del baño
y se aplicó primeros auxilios.
Cuando volvió al estudio y contempló su nueva obra, descubrió
emocionado que se trataba de algo distinto, saludablemente renovador y
esencialmente rupturista. Entendió que Margherite tenía razón: los últimos
cuadros carecían de alma. Pero con este terminaría por trascender; sólo
necesitaba un pequeño recorte.
Seleccionó la parte más estética ―la de la sangre―, la caló
con su navaja, la embaló y encaró para la galería.
¿Lo hicieron esperar? Por supuesto. ¿Margherite se deshizo
en disculpas? Obvio. Pero, cuando él descubrió el cuadro, todo aquel ficticio
interés que mostró días antes se volvió genuino. Margherite miró fijo el
lienzo, y después se acercó para apreciar la obra desde distintos ángulos.
Asintió.
―Ahora sí, Apar, ahora sí. Es impresionantemente genial.
―Gracias, Maggie.
Ella le miró la mano vendada:
―¿Qué te pasó ahí? ¿Te quemaste? A mí una vez me pasó con la
tetera.
―No, no es nada. ―Aparicio medio que ocultó la mano―. Me
corté con un vaso roto. ¿Lo vas a exponer?
―Hagamos una cosa: pintá una serie. ¿Te parece? Quiero hacer
una muestra exclusiva. Este va a ser tu gran relanzamiento. ¿Te parece bien?
A él le parecía bien, y se fue a su estudio, y se puso a
pintar, uno tras otro, nueve lienzos más. Mezclaba pintura y sangre, hasta que
ya no pudo soportar el dolor, y debió vendarse las dos manos.
Entonces se cortajeó el brazo, y lo dejó chorrear sobre los
nuevos lienzos. Pero pronto sintió que le bajaba la presión, y dejó de crear y
fue al botiquín.
Llamó a la galería y le pidió a Margherite que enviara a
alguien a retirar los cuadros, que se sentía mal.
A la hora, tenía a dos empleados cargando las nuevas obras,
y una hora después de eso a Margherite llamándolo para felicitarlo:
―Las dos últimas me gustaron especialmente, es por ahí. Y ya
tengo el título para tu muestra: Alma… ―Se quedó callada del otro lado
de la línea, como considerando el título―. No. Mejor Sangre. Tiene más
fuerza.
―Me parece ideal. ―Y a Aparicio Fuentes lo cruzó un
escalofrío al pensar: ¿Se habrá dado cuenta de que hay sangre real en los
cuadros?―. ¿Cómo se te ocurrió?
―Los colores, los trazos, la violencia. Y se nota que tienen
alma, o sea…: sangre.
Aparicio agradeció, y se fue a dormir pensando en
recuperarse de su bajón de presión: para completar la muestra, iba a necesitar
mucha más “alma”.
En los dos días siguientes pintó seis más. Pintó hasta
desmayarse.
La Galería Suipacha|Anchorena|Thomas inauguró la exposición
de Aparicio, y los cuadros se vendieron casi instantáneamente. A lo largo de la
primera semana, los ricachones pujaban el precio, y entre los corrillos se iba
deslizando la idea de que Aparicio Fuentes venía a romper con todo lo establecido.
Aparicio sólo estuvo en la presentación del primer día, y
apenas se dejó ver y no habló, lo cual ayudó a rodearlo de un halo de misterio.
Pero él no lo hizo por timidez, o para colaborar con su misticismo.
Margherite le encargó más obras ―+Sangre se llamaría
la nueva serie―, y le mostró los números de las ventas, y Aparicio entendió el
patrón que elevaba el precio de cada cuadro. No era muy difícil de entender.
Se hablaba de él en los medios especializados, y nunca había
visto en sus cuentas bancarias tantos ceros.
+Sangre
fue un éxito, aunque no tan rotundo como la primera serie. En los medios más
nuevos, las plumas envenenadas ya acuñaban la odiosa palabra “repetición”.
Aparicio habló con Margherite y le informó que a la mañana
siguiente tendría lista la última obra de la Colección Sangre, que mandara
gente a buscarla.
Ella trató de convencerlo de que pintara algunas más, que
todavía podía venderlas a buen precio; pero Aparicio se mantuvo firme. Cortó la
comunicación, presionó REC en la cámara que ya había dejado lista, se arrodilló
sobre el lienzo y terminó el trabajo.
Al ver que Aparicio no atendía, los empleados llamaron a
Margherite, que fue en persona hasta el estudio ―A Apar había que tenerlo
mimado― y se rompió los nudillos golpeando a la puerta. Finalmente llamó a la
Policía.
Tras torpes intentos de colarse por el balcón de un vecino,
los oficiales decidieron conseguir un cerrajero. En tres minutos, el tipo
taladró la cerradura, y pudieron entrar.
Una tragedia para el mundo del arte titularon los periódicos. El último cuadro del gran
Aparicio Fuentes fue alabado por los críticos especializados: todos coincidían
en que se trataba de una verdadera obra maestra. Y Margherite supo sacarle el
jugo: el canto del cisne de Aparicio Fuentes se vendió por millones a un
comprador anónimo extranjero.
Los más jóvenes ―aquellos peladitos de barba y aquellas
flacas mal peinadas―, amantes de lo novedoso, primero declararon que el estilo
de Aparicio ya se estaba estancando y que necesitaba modernizarse; después se
olvidaron de su existencia, de su tragedia y de su legado. Ya estaban ocupados
alabando a una nueva tatuadora que, con implantes eléctricos, conseguía tintas
luminosas cada vez más brillantes, y se las aplicaba sobre su propio cuerpo. Y
esos hypsters no pudieron resistirse: necesitaban en el Olimpo un nuevo dios al
que descuartizar.
Eso sí: se babeaban viendo en sus teléfonos, una y otra vez,
el video viral del pintor que se arrodillaba sobre el lienzo, desplegaba la
navaja, se cortaba el cuello, y en sus últimos estertores esparcía la sangre
por la tela para mezclarla con los pigmentos y lograr el color imposible. El
color perfecto.