Mucho más que un simple robot

 Mucho más que un simple robot.

Eso decía la publicidad, y el slogan también había venido escrito en la enorme caja contenedora.

La realidad era un poco diferente: el autómata me ayudaba, sí; pero no parecía ser mucho más que un simple robot. Yo, un tipo de veintipico viviendo solo, no necesitaba gran ayuda: lo había comprado de vago nomás, y porque estaba de moda. Lo primero que hizo mi novia no bien lo activé fue irse: era su manera de decirme que no gastara plata en boludeces.

Me importó bastante poco: mi U-Man S327 se venía encargando muy bien de limpiar la casa ―su versátil sistema incluía una aspiradora superpotente y antilíquidos― y de cocinar platos básicos ―con sus propios utensilios de acero quirúrgico autolimpiante―. Otra función, que al principio yo consideraba bastante inútil, era la de bailar: según el ritmo que oía, el androide practicaba los pasos con un tempo muy preciso. Rock, jazz, tango, vals, pero lo que más me gustaba era verlo bailar lentos.

También me leía los correos y los mensajes, que en su voz exageradamente humana sonaban como cartas de amor.

Su nueva función ―a prueba, y la empresa no se hacía responsable del resultado― era la de seguridad: supuse que en caso de que yo corriera peligro, el robot llamaría al 911 o algo así. Cómo me equivoqué.

Cuando más arriba dije que Katya se fue, no quise significar que se fue de mi vida: volvió unos días después, aunque con cara de culo. Yo sabía que iba a volver: hacía más de un año que salíamos, y más o menos había aprendido a lidiar con su temperamento. Le dejé pasar un par de escenas: como además de vago soy cagón, preferí seguir con ella a tenerla como enemiga. Además, cogía como los dioses; y eso era lo único que me importaba de esa mina y de cualquier ente cogible.

¿Fui un cobarde al seguir con ella?

Aprovechando que Katya había ido al spa de uñas, se lo pregunté a Ava ―sí, le puse nombre al robot: U-Man sonaba muy impersonal―. La respuesta fue bastante evasiva:

―Esto es lo que encontré en internet sobre “Fui muy tarde a seguir conejas”.

Y después me guiñó un ojo con su cara de pantalla táctil DeepHD, y sentí que me sonrojaba: su presencia en mi vida era cada día más natural, y mi dependencia de él cada vez mayor. Día tras día, sus proporciones humanoides me iban pareciendo menos “oides”, y las duras curvas de su carcaza SoftSkin™ se sentían menos artificiales al tacto.

Sonó el timbre: Mili, mi vecina, quería preguntarme algo sobre la reunión de consorcio del mes pasado. Nos quedamos charlando, y se mostró impresionada con Ava.

Si te gusta el robot, pensé, seguro que también te gusta el dueño. Eso debería haberle dicho, pero no me animé. Nunca me animo a nada. Buenas tetas, Mili. ¿Cogería mejor que Katya? Hoy, que ya todo pasó, ya ni me importa.

Antes de que Katya volviera, me fui a la facu. Le mandé algunos mensajes, y la noté muy distante. Traté de acordarme qué había hecho esta vez para enojarla, pero no se me ocurrió ningún hecho puntual.

Nos encontramos a la salida y fuimos para mi casa, y durante el viaje fue un iceberg impenetrable.

Después de cenar el risotto ai funghi que preparó Ava con maestría, ya no aguanté más y le dije a Katya:

―Qué te pasa, por qué no me hablás. ―Quise agregar que al final Ava era más querible que ella, pero no me atreví a tanto.

―Para qué querés que te hable. Ya que hablás tanto con la vecina, preguntale a ella qué le pasa.

Me quedé petrificado. ¿Cómo sabía lo de Mili? Encima no habíamos hecho nada más que hablar parados en la puerta, apenas entró dos segundos para ver al robot.

―Vos me estás espiando ―le lancé, arriesgándome en un arrebato detectivesco.

Miré a mi U-Man, pensando que Katya le había instalado algún software espía. Entendiendo mi gesto, Ava negó con la cabeza; pero su brazo se movió disimuladamente para señalar un estante. Qué grande mi robotito, me dieron ganas de besarlo.

Miré. Me acerqué a la repisa. Katya se puso tensa:

―Qué buscás  ―dijo―. Vení para acá, querés. ―Me miró desde sus alturas―. Te perdono.

No le hice caso, por primera vez no le hice caso.

Entre unos peluches horribles que ella había comprado, descubrí una cámara diminuta.

―Vos me estás espiando, Katya.

―Cuido lo mío ―dijo, levantando de la mesa el tramontina.

―Qué hacés.

―¡Vamos, al sillón! ―Sacudía el cuchillo como refrendando la orden―. Que ya empieza la novela que vemos juntos.

La veíamos juntos porque ella había decidido que nos gustaba: era un insoportable dramón adolescente. Yo ya no quería vivir así. Prefería volver a mis tres pajas diarias, a mi app de citas, a mis putas baratas y a mis reuniones de solos y solas.

―Loca controladora ―le dije―. Si querés matarme, matame. ―Y corrí a ponerme detrás de Ava, a quien le susurré―: Ayuda, llamá a alguien.

Katya siguió acercándose, y ya se nos venía encima:

―Que vengas al sillón, te dije. Y salí de atrás de ese armatoste.

Y entonces Ava vibró de una extraña manera, iluminando a Katya con todas sus luces.

Encandilada, Katya se asustó y apuntó el cuchillo hacia el robot, que desplegó sus utensilios de carnicero, y sin advertencia alguna se lanzó contra ella. Katya intentó sacárselo de encima, pero el robot era más rápido y fuerte: le cercenó el brazo por la muñeca, y con precisión robótica le clavó el tenedor en alguna arteria del cuello: todo el comedor quedó regado de granate, y ella cayó al piso sobre ese charco, agarrándose el cuello y boqueando por oxígeno.

Yo seguía medio agachado, ahí donde había estado el robot antes de toda aquella locura. Duró poco la agonía: enseguida se quedó quieta, con los ojos muy abiertos.

―Qué desastre, ya mismo me encargo ―fueron las palabras de Ava, dichas en el mismo tono de siempre, como si lo que hubiese que limpiar fuera un poco de salsa bolognesa. Y se puso a serruchar a Katya en trozos de un tamaño manejable.

Yo ni me movía: era como si estuviera viendo la secuela de una mala película de ciencia ficción, de esas que exageran las premisas hasta límites insostenibles.

Cuando terminó con esa humanitaria tarea, U-Man puso los pedazos de Katya en varias bandejas y los llevó al horno y los cocinó hasta carbonizarlos.

―Qué olor a quemado ―se quejó, y desde sus falsas fosas nasales echó desodorante de ambiente. El aroma a eucaliptus me hizo recordar cierta tarde con Katya paseando por el vivero de Miramar.

Ah, me olvidaba: mientras ella se asaba en el horno, el robot aspiró toda la sangre que se había esparcido por el piso. Estuvo un rato largo limpiando también las paredes, la mesa y las sillas. Fregó hasta que no quedó ni una marca en todo el departamento.

―Creo que es hora de bañarse ―me dijo, sonriendo, y por supuesto que le hice caso.

A medida que me desvestía, Ava fue metiendo mi ropa en el horno, y hubo una nueva sesión de desodorante.

Cuando salí de la ducha, el robot ya estaba finalizando sus quehaceres: metió los jirones quemados ―irreconocibles― en una bolsa de residuos, y los sacó al incinerador.

Cuando volvió, se puso a lavar las fuentes que había usado para cocinar.

Y ahí sí, con cara de cansado me anunció:

―Tengo la batería baja, necesito una recarga.

Y fue derechito a su rincón, a enchufarse humildemente. Segundos después, su cara ―diseñada en base a los estándares de belleza actuales― fue adquiriendo el aspecto de la cara de una persona dormida, con ojitos cerrados y mejillas rozagantes y todo eso. No había remordimiento en él.

Para tratar de olvidarme del momento tenso que me había hecho pasar Katya, y que Ava había resuelto con tanta presteza, me puse a ver Ex Machina por enésima vez. Mi cabeza voló y empezó a considerar posibilidades: quizá los familiares o algún juez o la Policía insistieran un tiempo con preguntas incómodas, pero más allá de eso no habían quedado pruebas del crimen.

Lo verdaderamente preocupante era: ¿cuándo podría volver a echarme un polvo? Lo de Mili no había sido más que una charla amistosa: era pronto para invitarla a salir, y capaz que entraba a sospechar, y hacía preguntas sobre la otra. Y además vivía inconvenientemente cerca: si cogía mal, cómo me la sacaba de encima.

No le estaba llevando el apunte al creciente maltrato del pobre Caleb por parte de Nathan: la inminente falta de sexo ya me estaba haciendo mal. Sentí la erección bajo el pantalón del pijama.

Volví a mirar a Ava, mi Avita: todavía le faltaba un rato para terminar de cargarse, pero esa carita angelical, esa piel tersa y… ¡qué lindo culo!




No hay comentarios:

Publicar un comentario