La
reunión de ayer había sido un quilombo, tanto que Lucrecia empezó a escribir la
carta de renuncia. Pero pensándolo mejor se detuvo, y al final terminó yendo a
trabajar como todos los días.
Dejó
la taza de café en el escritorio y encendió su muro. Revisó estadísticas de las
encuestadoras analógicas, datos poblacionales capturados vía dron y el impacto
de la cid, la Campaña de Invasión
Digital. La cid no era de su
agrado: eso de meterse en los televisores y unidades digitales de las personas
―así como si nada, sin avisar―, y contarles “cara a cara” sus ideas para el
futuro de la Ciudad Independiente de Buenos Aires, a ella le parecía un abuso.
A
su alrededor, los compañeros llegaban, saludaban como los autómatas que eran,
se quejaban del horario de trabajo en épocas preelectorales y se ponían a
revisar sus muros.
Se
asomó Edgardo, que sostenía dos holoafiches con la cara y el titilante y
luminoso nombre del Alcalde.
―Lucre
―dijo―: decime cuál de los dos te genera más impacto.
Ella
se acomodó en la silla y observó los holoafiches. A primera vista se veían
exactamente iguales. Y a segunda vista también. Los dos tenían el mismo fondo
amarillo y la misma enorme y sonriente cara del Alcalde esbozando el mismo
gesto. Se preguntó si su jefe, alzando aquellas dos gotas de agua, no estaría
poniéndola a prueba. Abajo, la misma frase célebre aparecía y desaparecía con
el mismo efecto: “Alejandro 2027”. Y a la frase seguía el mismo jeroglífico:
B.A.MOS X +.
Simulando
cara de competente, Lucrecia señaló cualquiera de los dos:
―Me
parece que este de la derecha tiene más energía ―dijo, fingiéndose segura.
Edgardo
asintió con la cabeza.
―Yo
pienso lo mismo, Lucre. En este holoafiche, la cara de Alejandro, como que
demuestra más convicción, ¿no?
Edgardo
bajó los afiches y se dio vuelta hacia su secretaria:
―Usamos
la opción número uno. ―Mientras él daba alguna directiva más, Lucrecia volvió a
observar los holoafiches. Seguían pareciéndole idénticos.
Vio
que él se estaba yendo, pero ahora volvía sobre sus pasos:
―Me
olvidaba, Lucre: Alejandro quiere que vayas a la primera inauguración de la
ronda.
―¿Yo?
―Sí,
a mí también me extrañó un poco, ¿viste? Pero quiere que te saques tus dudas. Después del quilombo que
armaste ayer, los asesores delinearon algunos cambios teniendo en cuenta tus ―dibujó
con los dedos comillas en el aire―… planteos.
Lucrecia
volvió a recordar la bendita reunión de ayer. Edgardo la había invitado a
participar, y se arrepintió no bien ella abrió la boca. Igual ahora no parecía
muy alterado.
Para
ella, participar en aquella reunión era un gran avance. Y no se iba a quedar
callada así nomás.
La
Secretaria de Prensa había sido la primera en tomar la palabra:
―Esta
noche tiene una nota en C5N, señor Alcalde. En el programa de Casey Wonder.
―Uh.
Seguro que me la hace difícil.
―Probablemente.
Es un firme y orgulloso defensor del populismo de principios de siglo. De
hecho, la semana pasada estuvo recorriendo cárceles y denunciando en qué
pésimas condiciones viven “esos dignísimos exfuncionarios perseguidos”.
―Bueno,
tenemos que ver de qué le voy a hablar. Estar preparados para cualquier cosa.
―No
se preocupe. Vamos a estar conectados directamente con un nanotransmisor,
asesorándolo.
Alejandro
formó dos pistolitas con sus manos, apuntó a la mujer y, mientras le sonreía y
le guiñaba un ojo, simuló dispararle.
―Señor
―dijo Edgardo―, acá Lucrecia tiene algunas dudas sobre las inauguraciones de
esta semana.
―¿Dudas?
¿Qué dudas? Eso suma por todos lados. ―El Alcalde miró al Jefe de Campaña,
sentado a su derecha―. Eso aseguran ustedes, ¿no?
―Correcto,
señor. Esta es una ciudad en la que han ocurrido tragedias de todo tipo. Los
familiares siempre reclaman que se haga algo, que se conmemoren esas terribles
muertes. Así que poner una placa en el lugar exacto en donde haya muerto alguien es un gesto que, según los
algoritmos, puede sumar 6 o hasta 7% de votos.
―Creo
―dijo Lucrecia― que los familiares lo que piden es justicia. Que se investigue
qué pasó en cada caso. Que los culpables vayan presos. Eso sí que nos
direccionaría más votos.
El
asesor se inquietó más de la cuenta. Nervioso, dijo:
―Eso
no es tema nuestro, es… Es de los jueces, de los fiscales. Lo que está a
nuestro alcance es conmemorar esas catástrofes de la mejor manera.
Todos
asintieron. Lucrecia volvió a alzar la mano:
―No
quiero ser pesada, pero…
―No
sea tímida, señorita ―dijo Alejandro, siempre sonriente―. Cualquier opinión es
valorada en esta mesa.
―Gracias.
A lo que voy es: más allá de que signifique un buen gesto conmemorar cada
tragedia, de esa forma también estamos quitándole importancia a las más
terribles. A las tragedias en serio.
―¿Cómo
dice? ―preguntó alarmado el Jefe de Campaña.
―Que
no podemos poner nimiedades en la misma bolsa de las tragedias de Cromañón o la
de Once. O la última, la masacre del Otto Krause. No podemos comparar hechos de
doscientas víctimas con un incidente de inseguridad cualunq...
Lucrecia
se calló de repente, sorprendida por un griterío que iba creciendo y creciendo
entre los participantes de la reunión. Y ese griterío iba contra ella misma.
Miró
a Edgardo, en busca de apoyo. Nada: el tipo agachaba la cabeza, quería
desaparecer.
―Lo
que decís es discriminador ―dijo una chica de rastas, sentada del mismo lado
que ella―. Te falta el bigotito a vos. ―Se puso dos dedos arriba del labio.
―¿Qué?
―Lucrecia no entendía.
―Que
todos somos iguales, señorita. No hay tragedias grandes o chicas. Una vida es
una vida.
―Somos
todos iguales, sí ―dijo ella, mientras el quilombo alrededor se acrecentaba―.
Pero no es lo mism…
―¡Fascista!
―gritó la otra―. ¡Hitler! ¡Hitler ha vuelto! ¡Nazi!
―El
país está como está ―dijo un viejo de
anteojos― por gente como vos, gorila.
Y
la reunión terminó. A los gritos terminó. Además de “nazi”, la trataron de
“carnívora torturadora de animales”, y un grupo de féminas la calificó como “traidora
machista defensora del patriarcado”.
Pero
Lucrecia había vuelto a su cubículo, más convencida que nunca de los ideales
que su padre le inculcó. Eso sí: dudaba de su permanencia en el partido.
Ahora,
tras las palabras del jefe ―“los asesores delinearon algunos cambios”―, se daba
cuenta de que su participación de ayer en la sala de reuniones no había sido
tan desastrosa: alguno de esos genios del marketing había tenido en cuenta su
punto de vista. Qué suerte que se abstuvo de renunciar.
Llegaron
a la esquina de Corrientes y Legrand (ex Callao), y Lucrecia tuvo la impresión
de que el acto oficial no se realizaría. ¿Se habría suspendido? Al menos, nada
estaba preparado en aquel lugar.
―Vea,
señorita ―le dijo el Jefe de Campaña―: su visión del asunto nos hizo repensar
la cuestión.
―Me
alegra poder ayudar. Pero…, ¿no deberían ir cortando la calle?
―No,
justamente ese es uno de los cambios. Cortar la calle crea malhumor en la
gente. Nos hace ver como piqueteros.
―O
sea que ustedes saben que la gente odia los piquetes. ¿Por qué no le
recomiendan entonces al Alcalde que reprima a los que cortan calles?
El
Jefe de Campaña la miró de arriba abajo, como dudando de su semblante tan
serio.
―Qué
ideas raras tiene usted ―dijo, rascándose la pera―. “Reprimir” es una palabra
que la gente tolera menos que los piquetes. Es una palabra piantavotos.
―Bueno,
llámenle “desatascamiento pacífico del tránsito”.
El
tipo rio con ganas, y dijo:
―Qué
graciosa es usted. Debería hacer stand-up, ¿sabe?
Dos
laburantes pasaron cargando un pedestal de cemento. Esperaron a que el semáforo
se pusiera en rojo, llevaron el pedestal unos metros hasta la Avenida
Corrientes y lo ubicaron en el carril del medio.
―¿Qué
hacen con ese armatoste? ―preguntó Lucrecia.
―En
ese lugar exacto, hace unos meses ―explicó el genio del marketing―, a un tipo
le robaron el cero kilómetro, y de un tiro mató al asaltante: un pobre pibe que
no tuvo otro camino que la delincuencia. Y queremos honrar su memoria, de algún
modo.
―¿El
dueño del coche también murió?
―No,
de ninguna manera. Al pibe queremos homenajear.
Lucrecia
se lo quedó mirando, pensó que era un mal chiste. Oyó los esperables bocinazos:
el semáforo se había puesto en verde, y los obreros asentaban el soporte en el
pavimento, meta martillo neumático. Varias motos les pasaron finito, los
automovilistas tocaban bocina y puteaban a lo loco.
Lucrecia
volvió a mirar al Jefe de Campaña:
―¿Usted
me está diciendo que esta placa es para homenajear a un chorro?
―¿Chorro?
Bueno, yo no sería tan taxativo. Un pobre pibe al que no le quedó otra que
salir a robar para poder comprarle una unidad digital a la hija, y este viejo
platudo lo mató así, sin decir agua va.
―Y
encima no piensan cortar el tránsito… ―Lucrecia negaba incrédula―. ¿Van a poner
la placa en el medio de la calle?
―Y
sí. Ahí mismo fue la tragedia. ¿Dónde quiere que la pongamos?
―En
la vereda. Es lo mismo.
―Pero
el hecho no pasó en la vereda. A la familia del pibe no le convencía la vereda,
y el barrio se solidarizó quemando una comisaría.
―Entonces
corten el tránsito, por lo menos. ¡Esto es un peligro, los autos están tratando
de esquivar a los laburantes!
El
Jefe de Campaña le echó una mirada indulgente:
―Te
recuerdo, mi estimada Lucrecia, que fuiste vos la que recomendó no cortar las
calles.
Lucrecia
se presionó la frente con los dedos. Vio que la comitiva se acercaba: todos los
que habían estado en la reunión de ayer, y algunos personajes más.
―Un
poco de sentido común, por favor ―dijo mirando al cielo, y volvió a acercarse
al Jefe de campaña―. ¿Ese monolito va a quedar ahí en el medio de la calle?
¿Para siempre?
―Ese
es el primero de muchos, sí.
―¿Y
así nomás, sin protección?
―No,
no somos idiotas. Le pintaremos la parte de abajo con pintura reflectante. Así
los autos la ven de lejos y la pueden esquivar.
Entre
bocinazos, frenadas y puteadas de los conductores, los obreros terminaron de
colocar el monolito. Y llegó el Alcalde, quien enseguida pronunció un
panegírico dedicado al “pobre carenciado”. Y no faltó un párrafo laudatorio
para la pueblada que había reducido a cenizas la comisaría en cuestión.
Tampoco
desviaron el tránsito en el momento del corte de cinta.
El
discurso, entre los gritos y los acelerones, fue aplaudido por un grupito de
militantes con bombos. Los deudos del conmemorado festejaron tirando unos tiros
al aire: un balazo dio en la ventana de una confitería, de milagro no hubo
heridos. En el momento de la foto oficial, le pidieron a Lucrecia que se
corriera a una punta. Ella hizo caso, más que nada por miedo a que se la llevara
puesta algún camionero sacado. La chica de rastas, con cara de malevolencia, la
empujó más para afuera.
―Correte,
Hitler ―le dijo a la pasada.
Y
Lucrecia se quedó cruzada de brazos en la vereda. La ciudad estaba gobernada
por asesores de imagen que no tenían la menor idea de lo que el pueblo
necesitaba. Sólo se realizaban obras y actos absurdos que posicionaran al
candidato. Las cosas se comunicaban de tal modo que la mayoría no se las tomase
a mal, y cada acción era medida y calculada a niveles subatómicos. Eso, en
cuanto a lo urbano. En la globalidad del país, la estupidez era exponencial.
―Se
me juntan un poco ―pidió el fotógrafo oficial―, así entran todos.
Viendo
aquello, Lucrecia también pensó en su propio futuro y en lo que realmente
quería. Había heredado de su padre esa desbordante biblioteca de ciencias
políticas, su vocación de servicio, el conocimiento para dirigir con criterio a
la sociedad, y lo estaba usando todo para beneficiar a aquella repulsiva piara
de inescrupulosos.
Ella
quería ayudar en serio. Quizá fuera momento de buscar nuevos rumbos, o de crear
su propio partido. Aunque, en un mundo tan sucio, el ascenso sería
prácticamente imposible.
Oyó
una frenada, y vio la mole blanca, azul y roja clavando los frenos. Gritos,
cemento volando, sangre, huesos rotos.
Paralizada,
Lucrecia comprendió el horror: un 26 no llegó a frenar a tiempo y se llevó por
delante a todo el gobierno porteño.
Lo
que vino después lo recordaba por flashes.
Ambulancias,
policías, móviles de los principales canales, acusaciones.
Y
lo que más recordaría: una militante con la frente ensangrentada instigaba a
los suyos a que lincharan al chofer, ese “lacayo del capitalismo”.
―¡Te
mandaron los yanquis! ―gritaba histérica―. Tu bondi tiene sus colores. ¡Te
faltan las estrellas!
Edgardo,
quien zafó de la masacre usando a un asesor como escudo humano, fue quien
declaró ante los micrófonos. Y, la verdad, estuvo políticamente rápido. Se
desgarró el traje, se untó sangre ajena en la frente, y entre lágrimas dijo:
―No
me extrañaría que este chofer haya sido enviado por nuestros enemigos
políticos. No soportan que a un gobierno popular le vaya bien. Tienen miedo de
que volvamos a ganar. ―Agitó el puño como en la tribuna―. ¡Y volveremos a
ganar, carajooo!
Tras
el duelo decretado por el presidente De Pineda, Lucrecia volvió a la oficina.
Estaba redactando su renuncia, cuando Edgardo la mandó llamar.
―Lucre
―le dijo―, el candidato y todos sus inmediatos sucesores ya no están…
lamentablemente. Veintidós muertos se cargó el chofer “capitalista”.
―Ya
sé. Ya fue, ¿no? No nos presentamos a las elecciones.
―¿Qué
decís? ―Edgardo estaba extrañamente animado―. Esta mañana me llamó Ivá… el
Presidente me llamó. Me dijo que soy el siguiente en la línea sucesoria.
Lucrecia
se lo quedó mirando.
―Fe-felicidades.
―La
verdad, me las merezco. Pero felicitate a vos también.
―¿A
mí? ¿Por?
―Porque
gracias a tus maravillosas ideas, las cosas se terminaron dando de esta forma.
―¿Veintidós
muertos?
Edgardo
hizo el gesto de apartar un enjambre de moscas. Veintidós moscas, para ser
exactos.
―Eso
es lo de menos, Lucre.
―Yo
no quería que las cosas terminaran así. Quería ponerle un poco de lógica al
asunto. Todo era una locura.
―Eso
tampoco importa. Las cosas se dieron como se dieron. Gracias a vos. Así que…
quiero que seas mi compañera de fórmula.
Y
la fórmula edgar & lucre ―así,
sin más, como se acostumbraba desde hacía un tiempo― ganó las elecciones con el
73% de los votos.
Su
primer acto oficial fue convertir en peatonal un tramo de Corrientes.
Tirando
de la punta de una tela blanca, Lucrecia anunció:
―En
honor a todos esos mártires que dieron su vida por la patria a manos del vil
agente extranjero, en este solemne acto de nuestra gestión descubrimos las
veintidós placas conmemorativas.
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