No
sé muy bien cuánto llevo en esta cama conectado a este suero. No siento las
piernas ni los brazos. Sí noto un dolor punzante en los hombros y en los muslos.
Y ―¿acaso me han atado?― no puedo moverme.
Y
lo peor: no recuerdo absolutamente nada.
¿Por
qué estoy acá?
Hay
otros dos pacientes: unos viejos panzones en musculosa, a quienes también los
han conectado a los frascos de suero. Hablan, y sus voces me llegan oscuras,
como si me hubieran taponado los oídos. Por lo que oigo, hablan del trabajo,
del pasado, de tiempos mejores. Parece que trabajaron en una misma empresa o
institución, relacionada ―intuyo― con la seguridad. También intuyo que no se
conocen de afuera.
Las
enfermeras entran, nos toman la temperatura, nos toman la presión, nos cambian
el suero. Las mucamas nos cambian las sábanas. Para cambiar las mías me hunden a
babor y después a estribor sin demasiado esfuerzo: no debo estar atado entonces.
Y debo pesar
muy poco.
Entran
más empleados. Traen bandejas con comida. Se las dejan a los viejos, a mí no me
dejan nada. Tengo un poco de hambre, pienso en quejarme; pero me quedo callado,
no sé si puedo hablar. Y prefiero no saberlo.
Los
médicos nos miran desde la puerta, con la actitud de jueces que discuten el
futuro de los condenados a muerte. Mis dos compañeros son liberados de sus
correas de goma, y al rato se levantan. Hay señoras y chicos ―acaso sus mujeres
y sus hijos― que los ayudan a vestirse.
Vienen
otros dos pacientes, un poco más jóvenes que los viejos. Los acompañan sus
preocupadas madres o sus solteronas tías. Los médicos los miran desde la
puerta. A mí también. Pero susurran y se van, no me dicen nada.
Nadie
me dice nada.
A
lo mejor ellos no son mis médicos. Acaso el que me corresponde no vino, o está
de vacaciones. ¿Y si mi historia clínica se perdió, y nadie sabe de mi
existencia en este hospital?
La
luz de la ventana, detrás de mí, ilumina el cuarto. Lo sé por los reflejos y
las sombras que se proyectan en la pared: los reflejos rotan, y después oscurece.
Oigo zumbidos, y quiero creer que se trata de grillos. Se repite la danza de
enfermeras, mucamas, médicos. Se repite el coro de sueros, sábanas, susurros. Y
el olor a hospital. Siempre.
Nadie
vino a visitarme.
Ni
mamá. Ni Celeste. Ni ninguno de mis amigos. ¿Nadie sabe que estoy en este
estado? ¿O es que hubo un accidente, y ellos terminaron peor que yo?
Si
fuera así, debería estar en terapia intensiva, y no en esta sala húmeda y
descascarada. Salvo que todo sea por mi culpa, la cosecha de algún acto
deleznable. Un hecho tan espantoso que merezca esta deriva y este abandono,
incluso en mi peor momento.
¿Soy
capaz de cometer algo así?
Intento
recordar. Creo que lloro por el esfuerzo, pero no podría asegurarlo: siento la
cara hinchada y caliente, aunque al mismo tiempo insensible.
No
me acuerdo de nada.
Y
me quedo dormido, o me desmayo. Lo sé porque recién era de noche, y ahora es de
día.
Y
me cambian las sábanas, y me cambian el suero. Y, al girarme las enfermeras,
logro ver la puerta otra vez.
Y
ahí está Celeste. Sí vino a verme, a cuidarme, a asegurarse de que me están
tratando bien. Logro hacer foco. Quiero sonreírle, hablarle, agradecerle. Pero
las ganas se me van: su boca..., su labio superior tiembla de ira. Y, al
mirarme, sus ojos no pueden ―ni quieren― ocultar su desdén. Me odia.
Celeste
me odia, es evidente. Y eso es algo que no puedo soportar. Aunque no recuerdo
nada, quiero suplicarle perdón. Pero ella se da vuelta y se va. Sin mirar
atrás, sin dudarlo.
Intento
moverme, intento pegar un grito. Vuelven los ardores en los hombros y en los muslos
y la entrepierna: dolores fantasmales que me recorren la piel, seguramente quemada.
Alrededor de la vista me aparecen diminutos relámpagos que se van cerrando
hacia el centro, dejando en su lugar tan sólo negrura. Y no puedo respirar.
Con
el último resquicio de vista, me veo rodeado de médicos que intentan revivirme.
Después, sólo los oigo.
Me
revisan, me sostienen, me meten un tubo en la garganta. Gritan, dan órdenes.
Siento una sacudida que me quema el pecho, y después otra más fuerte.
Las
voces se me van apagando. Se apagan.
No se den por
vencidos. Sálvenme. ¡Sálvenme!
Necesito
saber…
"Despojo", leído terroríficamente por Marcelo Di Marco
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