Primero
fue uno cada tanto, recuerda la gitana.
La
radio decía que en la capital era mucho peor, pero no había que temer.
Semanas
más tarde, les habían puesto nombre: recomendaban no acercarse a los “infectados”.
Después,
la radio fue sólo ruido y estática.
Las
horribles criaturas ya venían en populosas y desordenadas oleadas cada vez más
seguidas.
El
pueblo de la gitana quedó aislado, rodeado por esos cardúmenes de almas en pena
que se mueven sin sentido. Sin sentido hasta que un ruido o una luz o un olor
fuerte los despierta de su letargo. Entonces, entrechocándose, se acercan por
instinto hacia el alimento. Son torpes, no tienen un líder.
La
gitana ha estado estudiándolos. No tiene nada mejor que hacer: la posibilidad
de salvarse ya ha quedado descartada hace meses.
Desde
la ventana del primer piso, vigila. Le duele la cabeza de oír esas miles de
voces que se acercan y se alejan, siempre en su interior.
Unas
calles más allá, asoma el techo del gran almacén. Con gesto preocupado, dos
hombres y sus escopetas caminan por la enorme terraza.
A
pesar de la distancia y de que sus ojos ya no enfocan tan bien como antes, la
gitana logra identificar a Adrián. Él debería ser el primero en intentar rescatarla,
en evitar que muera sola: tras el entierro de su padre, Adrián había venido
llorando desconsolado a golpear a su puerta; le rogó que lo comunicara con el
viejo, que le permitiera despedirse. Y ella, a pesar de que no se sentía en
condiciones, había accedido. Y el contacto se produjo, y fue de los más vívidos
que la gitana recuerde.
El
otro de los guardias del techo, el que lleva al hombro el rifle más largo, es
Aurelio. Él también debería preocuparse por ayudarla: cuando quedó viudo, la
gitana lo había comunicado con su mujer durante una sesión extensísima. Terminó
exhausta en esa ocasión, incluso pasó varios días en reposo.
Pero
no, ahora ninguno de los dos se digna siquiera a alzar la vista hacia su
ventana. Sólo les preocupa lo que hay abajo, en los callejones: esos sonámbulos
eternos arrastrando los pies y estirando los brazos, gruñendo y lanzando
dentelladas al aire.
Salvo
la gitana, todos los sobrevivientes se ocultan en el almacén. El intendente, ese
viejo ladino, había aprovechado una tregua ―las hordas vienen y van―, y dispuso
que todo el pueblo se refugiara ahí. Las puertas del almacén son más seguras, y
en el depósito cuentan con provisiones. Lo habían ordenado por altoparlante,
desde una camioneta de la misma intendencia:
―¡Al almacén! ―repetía una y otra vez la
voz―. ¡Todo el mundo al almacén! ¡En
cinco minutos cerraremos las puertas!
Y
todos al instante obedecieron, aun la gitana: la idea tenía sentido. Lo
recordaba perfectamente: guardando algunas cosas en el morral, había visto por
la ventana cómo las hordas se acercaban atraídas por la estridente voz del
altoparlante. La gitana luchó contra la artritis, contra el dolor de cintura,
contra esa rodilla que cada vez le dolía más. Había bajado las escaleras, había
abierto la puerta. Y, lentamente, como pudo, trató de llegar al almacén. Caminando,
trastabillando, levantaba la vista: sus vecinos ―gente que conocía desde
siempre― la esquivaban y seguían corriendo hacia la salvación. Y las criaturas se
acercaban más rápido de lo que ella podía caminar.
No
le sorprendió que Coca no la ayudase ―esa altanera nariz parada siempre la
había tratado de fabuladora. “La bruja hechicera” la llamaba la muy bruta―.
Pero sí le dolió que Elena, la hija de Coca, le pasara corriendo por al lado, y
a pesar de reconocerla ni se molestase en ayudarla. Una vez, a escondidas de su
madre, Elena le había pedido a la gitana que la comunicase con su novio muerto.
Tras aquella sesión, Elena quiso dejarle un fajo de billetes. Pero ella no
aceptó, nunca aceptaba dinero.
Elena
giró y siguió corriendo, sin importarle que gracias a su ayuda había podido
despedirse de su amor. Mientras la gitana la veía alejarse, un golpe en el
hombro la derribó. Pensó que los podridos habían llegado hasta ella, que la
devorarían. Desde el suelo, alzó la cabeza y vio a don Gregorio, el dueño de la
curtiembre, tirado en el piso. Mientras él se recuperaba del tropezón, la
miraba ―la miraba igual que a un inesperado y molesto escollo―. Sin siquiera un
gesto de disculpa, el viejo se dio vuelta y siguió corriendo. Gordo maldito,
había llorado como una nena cuando ella lo contactó con su hijo, devorado por
el cáncer un año atrás.
La
gitana se había levantado como mejor pudo. Vio las dos cuadras que la separaban
del almacén, vio las hordas que se acercaban desde el otro lado, y supo que no
lo lograría. Sin perder un segundo, rengueando, volvió a su casa. Cerró con
llave y cayó rendida en el palier. Por debajo de la puerta veía las sombras de
esas cosas, y oía sus pasos arrastrados. Y los olía, olía su podredumbre. En
ese momento empezaron los susurros, las voces interiores. Todavía jadeando, la
gitana descorrió un poco la cortina: vio a Elsa, a Dora, al viejo Mikhail; uno
a uno eran alcanzados por la horda de muertos vivientes. La desesperación los había
llevado a seguir adelante. Y a morir en el intento.
Comprendió
que el plan del intendente había sido tan brillante como cruel: usar de carnada
a los viejos y a los inútiles. Eso les dio tiempo, a los verdaderamente ágiles,
para llegar hasta el almacén y salvarse de una muerte horrible.
Ahora
que ella lleva tanto tiempo encerrada y sola, duda de si la de ellos no fue la
mejor decisión.
Oscurece.
La gitana corre las cortinas, apaga la mayoría de las velas y se queda sólo con
una. Si se mueve sigilosamente, los podridos no notan que ella se oculta ahí.
Lleva tres meses soportando, ya los conoce.
En
el almacén deben actuar parecido, piensa. Si no llaman la atención, esas cosas
no intentarán romper las puertas, que aunque resistentes cederán tarde o
temprano.
La
gitana va hasta la alacena y abre la última lata, una de arvejas. Viene
racionando, pero el hambre la ha vuelto débil. Y sabe que la muerte la ronda,
lo sabe mejor que nadie: ha estado charlando con la muerte durante toda su
vida. Ella no lo buscó, es un don.
Mientras
prueba un bocado del manjar, otra vez oye los susurros.
Cada
vez los oye más seguido, y cada vez más fuerte. A veces piensa que gorjean su
nombre. Las voces no la asustan: las conoce, son como las de las sesiones. Son
las almas del otro lado que intentan comunicarse con las de este lado. Pero, esta
vez, de este lado no hay nadie más que ella. Esta vez las voces son para ella, anunciándole que pronto llegará
su hora. Debe de ser eso. ¿Qué si no?
Ahora
la gitana no raciona. Está harta de la soledad, de los dolores, del hambre. De
que sus vecinos no la vengan a ayudar. De que los podridos rodeen su casa. Así
que lo mejor será hacerle caso a las voces, y dejarse morir.
Al
menos no morirá sola. Al recordar cómo los vivos la usaron sin piedad, esos
seres podridos y olorosos no le parecen tan mala compañía.
Se
pone el viejo saquito marrón de lana, se envuelve en la bufanda con flecos, y sin
ningún apuro baja las escaleras.
Los
susurros se intensifican: la muerte está cerca. La gitana se frena para
recuperar el aliento.
―Dejame
llegar hasta la calle ―ruega, alzando la cabeza―, sólo eso te pido.
Acelera
el paso, y se aceleran los susurros. Llega hasta la puerta, gira la llave y
sale. Los muertos, que merodeaban sin rumbo, la descubren: se acercan torpes, amenazantes.
La gitana no huye. En el medio de la calle se planta frente al destino: cierra
los ojos y espera la primera dentellada.
Las
voces en su cabeza son ensordecedoras. Y los pasos y los gruñidos y el hedor se
intensifican. La gitana se sabe rodeada. Se tensa: aprieta los párpados y los
labios y los puños, y…
…y
no la atacan.
Abre
los ojos. Cabezas grises y descompuestas. Ojos podridos la miran, la miran
fijo. Y las voces ―los susurros― se transforman en gritos que no la dejan
pensar.
Entonces,
ella hace lo que había estado evitando desde el principio: escucha, identifica
cada voz.
Y
todo cobra sentido.
Aquellas
voces no le estaban anunciando su propia muerte. La llamaban pidiendo ayuda.
Los
nombres de los que la rodean se le aparecen con una nitidez escalofriante. También
sus pasados, sus frustraciones. Y la forma en que murieron.
La
gitana escucha todo. Y por fin puede comprender los deseos de aquellos
monstruos que la cercan, ahora inmóviles.
Acalla
las voces y mira alrededor: ya no ve monstruos inexpresivos y sanguinarios.
Ahora ve a unos pobres seres que, al igual que ella, necesitan comer.
Camina
con su andar de anciana, y ellos le abren paso. No van a atacarla. Sólo esperan
que ella los ayude a encontrar lo que buscan.
Y
ella los ayudará.
Por
primera vez en su vida, la Reina Gitana decide entrar en el almacén.
Con
sus súbditos.
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