II
La
puerta se abrió. La persona frente a ella sólo se diferenciaba de la que se
había despedido hacía cuatro años, por el largo del pelo. Seguía teniendo la
misma piel mantecosa, las mismas ojeras, la misma expresión sombría, la misma
ropa amplia y desaliñada.
Fiona
sonrió emocionada y la abrazó dando saltitos y lagrimeando.
―¡Cata, qué alegría!¡Cómo te extrañé!
Catalina
le devolvió el abrazo con una sola mano. La otra la escondía tras la espalda.
―Hola,
Fiona.
―¡Estás
igual! Me encanta cómo te queda el pelo largo.
―Hola,
Fiona ―el tono neutro, monótono―. Qué bueno verte. Cierto que llegabas hoy. No
pude ir a buscarte. Estoy con un asunto… Pasá. Si querés.
Si querés.
Y
a qué carajo vine, estuvo por decirle Fiona, pero se mordió la lengua.
Recién
cuando entraron, ella vio que Catalina calzaba guantes de látex. Llevaba una
jeringa.
―Este
es el living ―dijo Catalina abarcando con un gesto el ambiente―. Aquella es mi
habitación. ―Señaló con la cabeza hacia una puerta―. Y aquella va a ser la tuya
mientras te quedes. ―Indicó otra puerta, pegada a la anterior―. Dejá todo por
ahí. Servite lo que quieras, como si fuera tu casa. Estoy en la cocina con algo
muy importante.
Fiona
sonrío: siempre directa su hermana, sin vueltas ni dramones. Dejó su equipaje sobre
el piso de cerámicas y observó aquella habitación minimalista. Una computadora,
una mesa con tres sillas, un sofá. Ningún cuadro, ninguna foto, ningún adorno.
Paredes blancas, puertas grises, ventanas de hierro. Sí: aquella casa era Catalina.
En
la parte trasera, un descuidado jardín. Aunque muy alto en algunas zonas, el
césped evidenciaba montículos de tierra removida. Una pala clavada recordaba a
una lápida. Por lo visto, Catalina sólo iba ahí cada tanto.
Fiona
entró en la cocina. Su hermana se lavaba las manos: la jeringa y los guantes habían
desaparecido. Todo expresaba austeridad: un horno, una heladera y una mesa. Blancos.
Inmaculados.
Algo
desde la mesa la sobresaltó.
Algo
peludo y atigrado, anaranjado.
Una…
¿Una mascota?
Recordó
el episodio de la tortuga, y además un hecho extraño que había ocurrido hacía
un montón, cuando eran chicas. Daban una de sus caminatas. Al pasar junto a una
casa, un dóberman enorme se les tiró contra la reja, meta ladrar y gruñir. Aterrorizada,
Fiona se abrazó a su hermana mayor. Catalina la apartó, se acercó a la reja y
puso su cara a centímetros del hocico baboso y repleto de colmillos. Lo observó
impertérrita. El perro se puso más violento, tiraba bestiales dentelladas.
Catalina siguió observándolo sin emoción. Y el dóberman, sin motivo aparente,
terminó alejándose ―alejándose de ella― con el rabo entre las patas.
Fiona
comprendió aquello de “Cata la Rara”. Y, lejos de temerle, la quiso mucho más.
Ella no necesitaba un abrazo, sino que la amenaza canina desapareciera. Y eso
fue lo que Catalina hizo por ella. Mostrarle a la bestia quién mandaba. Quién
tenía el poder. Sin palabras y sin miedo.
¿Una mascota?, pensó. ¿Un gato muerto?
Inmóvil,
no parecía dormido. Una bola de pelos anaranjada. La boca abierta. La lengua
afuera. Los ojos entrecerrados. ¿Otra
vez…?
¿Otra vez lo
mismo que con la tortuga?
―¿Está
muerto? ―le preguntó con la mayor calma posible.
Catalina
cerró la canilla, se secó las manos y se acercó al gato.
―No
―dijo acariciándolo―, Sílice va a estar bien. Ya pasó... Ya pasó.
Ahora
sorprendida por el cariño que mostraba su hermana hacia el animal, Fiona pudo
ver el vientre del gato hinchándose y deshinchándose levemente.
―Sílice
―dijo―. ¿Por qué “Sílice”?
Cata
se tomó unos segundos. Miró por la ventana que daba al jardín. Dijo:
―Es
un elemento de la tabla periódica. El catorce.
Las
hermanas prepararon juntas la cena, charlando: Fiona tenía cuatro años de
noticias para ponerla al día. Preguntó:
―¿Cómo
conseguiste esta casa tan alejada de todo, tan… vos?
―Empecé
a trabajar en este laboratorio ―dijo Catalina señalando hacia la medianera
contraria a la automotriz―. Fue cuando todavía estaba estudiando.
―¡¿Ya
terminaste?! ―dijo Fiona sorprendida―. ¿Genética? ¿En apenas cuatro años?
―Y
bueno, como no me gustaba vivir en la universidad, pregunté si podía quedarme
en el laboratorio. ―Cuando Catalina dijo esto, Fiona supo que se refería a
dormir, comer y vivir entre tubos de ensayo y probetas―. Así que me ofrecieron venderme,
a un precio especial, esta casita que antes usaban como depósito, y la tenían
medio abandonada.
―Es
genial, ¿no? Te queda cerca del trabajo. ―Y, después de una pausa, Fiona
agregó, con intención―: Y también te queda lejos de la gente.
Catalina
asintió en automático: no había captado la ironía.
―Además
la empresa me paga el transporte cuando necesito ir al centro.
―Te
felicito, Cata. Debés ser muy buena para que te traten tan bien. Me alegro mucho.
Fiona
vio en la cara de Catalina algo parecido a una sonrisa. Esa acción tan nimia de
condimentar la ensalada la acercaba a la normalidad.
Puso
la mesa para las dos. Sin decirle nada, Catalina sumó más platos y vasos sobre
la mesa.
―¿Esperamos
a alguien? ―preguntó Fiona con la esperanza de que algún otro nerd solitario se
hubiera convertido en el novio de su hermana.
―No.
Solo nosotros tres.
¿Y
quién es el tercero?, estuvo a punto de preguntar Fiona, pero Catalina pegó
media vuelta y se fue para la cocina. Enseguida volvió con la bandeja de carne
asada y una fuente con ensalada de lechuga y tomate.
Las
dos se sentaron… y se develó el misterio del tercer comensal: parsimonioso como
una deidad remota, Sílice ocupó su lugar en la mesa. Fiona no protestó: en
algunas casas, es muy común que los gatos se suban a la mesa a la hora de
comer; los dueños suelen darles las sobras. Además, Catalina estaba viviendo
allí sola hacía bastante tiempo, su mascota fungía también de acompañante; era
lógico que la hubiera humanizado un poco.
Fiona
se sirvió carne y algo de ensalada. Hizo lo mismo con el plato de Catalina, mientras
Catalina servía agua en los tres vasos.
―A
él solamente carne, Fiona.
Ella
la miró, después observó al gato, que le devolvió la mirada relamiéndose.
Catalina explicó, imperativa:
―No
le gusta la ensalada.
Fiona
obedeció. Creyó que Sílice se subiría a la mesa y devoraría todo rápido para
que le sirvieran más. Pero, para su asombro, el gato apoyó las patas delanteras
en el borde y se puso a comer con singular elegancia. En un momento se estiró
hasta el vaso. Bebió, y después siguió comiendo.
―Recibí
ofertas de trabajo desde Europa ―dijo Catalina trozando su carne en pequeños
dados―. Francia, Alemania… Pero me tienta mucho la propuesta de un laboratorio
en Austria.
Fiona
la miró con la boca abierta.
―Eso
es genial, Cata. ¿Qué esperás?
―Es
que Sílice no pasaría los controles necesarios para salir del país. Es por un
tema de enfermedades y plagas. ―Al oír su nombre, el gato dejó de masticar y se
dio a observarlas muy atentamente.
¿Atento
a la conversación? No. Imposible.
―No
puedo abandonarlo ―seguía diciendo Catalina―. Es tan especial.
―Todos
los dueños de mascotas piensan que la suya es especial. Pero no podés dejar
pasar la oportunidad de tu vida, por culpa de un simple gato.
Sílice,
el “simple gato”, se bajó de la silla, y ondulando la cola caminó hasta la
habitación de su dueña. Antes de entrar, dio una última mirada hacia la mesa.
Una
mirada por sobre el hombro, se dijo Fiona. Y repitió:
―¿Por
un simple gato te cagás la vida? ―Notó que de nuevo su hermana se quedaba con
las palabras en la boca. Sabía que con su personalidad avasallaba a Catalina, a
quien siempre le costó imponerse, pero su instinto era más fuerte que ella: no
podía quedarse callada―. Hoy ya es tarde, y estoy muerta. Pero algo se me va a
ocurrir mañana para que puedas demostrarle al mundo lo grossa que sos. Vamos a aprovechar
esta oportunidad que te da la vida. Y que no es suerte, sino que te la ganaste
con tanto esfuerzo. ―Abrazó a su hermana y la besó en la mejilla―. Te quiero,
Cata. Te quiero mucho.
Catalina
devolvió el abrazo. Mecánicamente.
Al
otro día, mientras su hermana trabajaba, Fiona aprovechó para recorrer la
ciudad. Pensaba una solución para el asunto de Cata.
Recorrió
el centro y se perdió por las calles de Córdoba sin reparar en la historia o en
la importancia de cada sitio. No buscaba referencias turísticas. Era la primera
vez que se iba de vacaciones sola, y eso significaba una gran aventura. Almorzó
en cualquier lado cuando le dio hambre, y después se tomó un helado.
Sin
querer, llegó hasta las puertas de la Universidad. Entró de puro curiosa. Más
bien, quería descubrir el ámbito en que se había movido su hermana. Espíritu
inquieto, terminó averiguando sobre diferentes carreras.
Nunca
supo si fueron los nombres de las materias, la forma en que se la vendieron o
lo felices que se veían los estudiantes en las imágenes del folleto. Pero,
cuando volvió a cruzar las puertas, estaba convencida de que en unos años obtendría
un título en Psicología.
Se
sentó en un banco de una plaza cercana y le dio vueltas al asunto releyendo una
y otra vez el folleto. ¿Y si ella también se mudaba a Córdoba? A mamá no le
gustaría la idea. Era muy apegada a ella. No se lo iba a tomar tan bien como
cuando se fue Cata. Pero tampoco podía pretender que se quedara toda la vida a
su lado. Con papá, más comprensivo, no habría problema. Se imaginó viviendo con
otras chicas en alguna residencia estudiantil, y no le disgustó la idea: en las
películas ―en las películas que no fueran de terror― siempre la pasaban muy
bien. También pensó que además tenía la casa de su hermana, por si algún día
quería alejarse del centro.
Se
le fue ocurriendo una idea. Tal vez, la solución definitiva para que todo avanzase.
Ella y su hermana no se quedarían estancadas.
Fue
hasta un locutorio y llamó a su casa. La atendió Gabriela. Le contó cómo había llegado,
y lo bien que le iba a Catalina con sus cosas. La madre no se mostró
impresionada. Ni conmovida. En cambio se preocupó por ella: si había comido, si
había llevado abrigo, si necesitaba plata.
Fiona
pidió hablar con papá. Quería contarle su plan para que después él, más
tranquilo, se lo explicase a mamá. Y se lo contó.
Ricardo
le pidió que felicitara a Catalina de su parte, se alegró de que estuviera bien
y de que el mundo de las ciencias la respetase. En cuanto al plan, también se
mostró convencido. Pero de todos modos, como buen padre, le tiró la pregunta
del millón:
―¿Estás
segura que eso es lo que querés?
―Totalmente.
―¿Y
te imaginás como psicóloga?
―Me
encantó la facu, papi. El lugar, los chicos…
―Yo
creo que tenés un don para interpretar a la gente. Psicología es ideal para
vos.
―¡Gracias,
pa!
―Con
respecto a lo otro, no te preocupes. Yo hablo con tu madre. Me parece fenómeno
tu plan. Me hace sentir muy orgulloso de haberte criado.
―Te
quiero. Y a mamá también.
―Yo
también. Las quiero a las tres.
Fiona
se despidió de su papá y, sonriendo, volvió a la casa de su hermana.
Ricardo
pasó el resto de la tarde pensando en la mejor forma de comunicárselo a
Gabriela: su hija favorita había decidido irse a estudiar a otra ciudad. Por
más apegada que su mujer estuviese a ella, era capaz de entender que los hijos
crecen, maduran y siguen sus propios caminos.
Quizás
en un principio debería subirle la dosis de paroxetina, pero con el tiempo
terminaría acostumbrándose. Un viaje en pareja a alguna playa paradisíaca no
era una mala idea. A él también le vendría bien. Lo mejor sería decirle las
cosas sin anestesia ni edulcorantes, y anticiparse a posibles reacciones.
―¿Viste,
Gaby? ―dijo, mientras miraban las noticias―. Estaba contenta Fiona.
―Sí,
se la oía bien. ―Gabriela sonreía―. Creo que hicimos lo correcto al dejarla ir.
Bien,
pensó Ricardo. La agarré de buen humor.
―¿Te
contó que Cata se recibió en tiempo récord?
―Ajá.
―¿Y
que tiene ofertas del exterior para irse a trabajar?
Ante
esa noticia, Gabriela mostró algo más de interés:
―¿Y
va a aprovecharlas?
―No
quería irse, porque tiene un gato que no podría hacer entrar en Austria, pero
que tampoco querría dejar solo.
―¿Catalina
tiene una mascota? ―dijo Gabriela, mirándolo extrañada―. Eso sí me parece raro.
―La
cosa es que a Fiona se le ocurrió una idea… que no se atrevía a contarte.
De
la cara de Gabriela desapareció todo rastro de alegría. Pestañeó, pero no pudo
evitar las lágrimas.
Catalina
llegó cerca de las nueve de la noche.
―Preparé
la cena ―le dijo Fiona, tratando de ocultar su excitación―. Pollo a la mostaza.
Tu favorito.
Catalina
la miró fijo:
―¿Qué
te pasa, que andás tan alborotada?
Fiona
se restregó las manos, como superando un escalofrío.
―Tengo
grandes noticias para vos, Cata.
Acomodó
los almohadones del sofá. No tenían nada malo, pero no quería dejar que su
hermana siguiera analizándola y le arruinase la sorpresa. No quería darle ni la
más mínima pista con el lenguaje corporal.
Por
suerte Sílice fue a recibir a su dueña y la distrajo. Catalina lo alzó y le
revisó las pupilas, las patas y la boca. Pareció decepcionada. Seguramente la
enfermedad seguía avanzando.
Fiona
se dedicó a ordenar la casa y aprovechó para espiar a Catalina y a su gato.
Necesitaba aprender: cuidar a la bestia era parte del plan.
Catalina
sacó de la cartera una jeringa. ¿La habría preparado ella misma en el laboratorio? Fue a la cocina, acostó al gato sobre
la mesa, se puso guantes de látex, le pasó un algodón con alcohol en el lomo y
lo inyectó.
Sílice
no se quejó, ni maulló ni intentó huir. Miró a su ama como quien acepta lo
inevitable y esperó que aquel líquido azulado entrara en su cuerpo. ¿Qué mal tendría
Sílice?
Catalina
quitó la jeringa, frotó nuevamente alcohol. Y con todas sus fuerzas apretó
contra la mesa al gato. Fiona se asustó por aquel gesto violento, y otra vez su
mente la transportó a la infancia.
―Tranquilo,
Sílice ―susurró Catalina―: son sólo unos segundos.
Ahora
Sílice convulsionaba, se sacudía. Catalina no podía sostenerlo. A Fiona se le
aceleró el corazón. Pensó en acercarse y salvar al gato, pero estaba paralizada.
¿Por qué Cata asesinaba a su tan querida mascota, y encima delante de ella?
Segundos
después, el animalito volvía a las mismas condiciones del día anterior, cuando
Fiona lo había conocido.
―¿Va
a estar bien? ―preguntó ella desde la puerta de la cocina―. ¿Para qué son las
vacunas?
Catalina
se tomó su tiempo.
―En
realidad… no es nada grave. ―Hizo una nueva pausa―. Pero los estándares
internacionales son muy estrictos. Él no pasaría las pruebas.
Fiona
preparó la mesa, esta vez para tres comensales. Se sentaron, pero Sílice no
apareció.
―Qué
raro. ―Catalina se acarició la pera―. Le encanta el pollo.
―Habrá
quedado medio atontado por la vacuna.
Cuando
promediaba la cena, Fiona ya no aguantó más y largó todo lo que se venía
guardando.
―Cata,
he tomado una decisión: me voy a anotar en la facu. Voy a empezar Psicología en
marzo. Así que… ¡Te vas a Austria! Me dejás la casa, para que yo tampoco tenga
que vivir en una residencia estudiantil, y de yapa me ocupo de tu gato.
Catalina
se quedo mirándola. Después, siguió comiendo. Fiona sabía que estaba maquinando
de lo lindo. ¿Cómo reaccionaría? No esperaba que saltase de felicidad y la abrazara,
y las dos se pusieran a bailar. Su hermana no era así, jamás haría eso.
Siguieron
comiendo en silencio. Cuando terminó su plato, Catalina habló:
―Bueno.
Y
eso fue todo lo que dijo.
Fiona
se levantó y se puso a saltar, algunos cubiertos cayeron al piso. Abrazó a su
hermana.
―¡Vamos
a festejar que te vas a Europa! ¡El Viejo Mundo!
Catalina
también se levantó. Pero no había alegría en su tenso empaque: Fiona advirtió
que en lugar de abrazarla la apartaba, acaso para que ella no la desarmara de
la emoción.
―Es
una gran oportunidad para mí, Fiona ―dijo Catalina, en un tono neutro.
―¡Claro,
claro! Por eso no quiero que la pierdas. Eso sí: me vas a tener que enseñar a
vacunar gatos.
Catalina
miró hacia su habitación.
―Creo
que… ―Hizo unos segundos de silencio―. Técnicamente, quizá Sílice ya no
necesite esas inyecciones.
―Mejor
entonces.